13 julio 2011

Capturas de viento


Viento capturado.
Abrió la ventana de par en par. Colocó la marmita sobre el alféizar llena de agua. La luna estaba a punto de asomar, brillante y redonda, tras las casas blancas recortadas ahora en la penumbra. Los primeros rayos comenzaron a reflejarse colmados de aroma a flores, y pronto el círculo perfecto y de otro modo inalcanzable anegó la superficie de agua quebrada en suaves ondas.
La habitación estaba a oscuras cuando él por fin entró. No necesitaba encender el candil que descansaba junto a la cama, lo conocía absolutamente de memoria. Habría trazado sin vacilar los ángulos de su perfil, la curvatura de su sonrisa. No en vano lo había visto en aquel mismo rincón cientos de veces, aunque fuese aquella la primera que él en verdad aparecía. Su razón apenas lo esperaba ya. Desde la lógica más aplastante hasta los arcanos más supersticiosos, pasando por el poder de los compromisos o la simple ley de la probabilidad, hubieran echado abajo cualquier esperanza… pero no la suya. La había inducido a un coma que apaciguaba el dolor, rebajando al mínimo la frecuencia de su latido; manteniéndola casi invisible, a salvo de cualquier indiscreto intento de acabar con ella. Contando los pasos que le acercaban a ella pensó que la vida, por suerte, jamás funcionaba según un cálculo preciso. Para completar el puzzle de su vida habían saltado por los aires cuantas leyes existían, salvo la de su propio deseo hacia él; inamovible, perpetua, como si la hubiese aguardado desde antes de su nacimiento para habitar su interior, como algo sólido que siguiera existiendo una vez que ella desapareciera.
Cogió la pequeña botella que, desde que él irrumpiera en su interior sin saberlo, había llenado con tantas palabras, y tantos de sus silencios. Algunos dolían como una incisión profunda, otros podían atraer a las estrellas bajo su impulso. Aún después de tantas veces expuesto su contenido, su poder seguía intacto cada vez que, sin poder resistirlo, lo destapaba. Supo que ahora la abriría por última vez. Dejaría que se colmara con la belleza de aquella noche, que había esperado siempre. Por fin su vida se llenaría con el presente, y los recuerdos serían solamente recuerdos.

Viento liberado.
La tierra cruje entre el vaivén del viento color de oro. El soldado no sabe hacia donde mirar, dondequiera que dirige sus ojos éstos se llenan de un polvillo reseco y luminoso que le ciega. Desde hace un rato la fina arena en suspensión está minando su paciencia, como un elemento más que añadir a su tensión y su agotamiento. Está esperando, quieto, mirando el horizonte sin perder detalle porque él dará el grito que lanzará a sus compañeros a la batalla. Por el momento no siente nada, ninguna sombra se recorta en el punto lejano donde termina su visión, el viento no trae el rumor de las bestias azuzadas hasta el límite, el polvo no se levanta desde el suelo… está en el aire, suspendido dorando a fuego lento el azul del cielo desde hace ya mucho rato, colándose entre las rendijas de su capa, exaltando su desesperación. El soldado no ha conocido nunca un viento como ése, que sin estar en movimiento hace girar aquellos dardos brillantes y punzantes a su alrededor; desde que abandonó su pueblo, y no ha ido muy lejos desde entonces, sólo el viento frío y cortante de las montañas se ha revelado de vez en cuando, ningún otro. El frente lleva inmóvil mucho tiempo, lo que parece una eternidad de copos de nieve, barro, y líneas deformadas por el asfixiante calor. Sólo son un puñado de hombres, algunos muy jóvenes y otros muy viejos para ocupar un lugar en un frente más importante… y sabe que enfrente, cuando aparezca, sólo verá un reflejo de sí mismo entre harapos de distinto color. Si se fijara quizá terminaría por ver las mismas caras, los mismos ojos, la misma miseria… pero por suerte no hay tiempo para ver antes de matar, o de morir si llega el caso. Todo será como siempre desde que empezó, rápido, sangriento, y sin ninguna gloria. Sin ningún testigo. ¿Qué pasaría si todos se marcharan a casa, dejando vacío aquel pedazo yermo de tierra? ¿Cómo podría eso cambiar el curso de una historia que se había olvidado de ellos?
El calor insoportable le pega la arena al rostro, dejando leves marcas sangrientas cuando la arrastra al secarse el sudor. Entonces se acuerda del abanico. Está abandonado, y sin embargo protegido, en el rincón más oculto del bolsillo de su gruesa guerrera. Resultaba imposible no reconocer el tacto de ese objeto delicado entre las cosas de la guerra, pesadas como su mortífera condición. Se había negado a deshacerse de su pequeño tesoro que conservaba pensando en regalárselo a ella porque, cuando lo miraba, aún creía que habría un después y una vuelta a casa.
Lo desplegó con cuidado. El calor lo asfixiaba, sin embargo no podía deshacerse de la pesada guerrera ni de la capa; el soldado en el frente debía cargar con todas sus pertenencias, pues no había sitio al que regresar por ellas, ni posibilidad de proveerse de otras nuevas si las perdía. Un poco de aire le aliviaría, pensó…. Y ahí se desató todo…
Primero fue la sombra, o quizá el ruido, nunca lo supo.
Era el vigía, sabía antes que nadie cuántos enemigos aparecerían, y desde qué dirección… Sin embargo esta vez no los vio aproximarse. Aparecieron. Así fue. Aparecieron sin más en medio de sus trincheras gritando en una lengua desconocida que helaba la sangre. Sus ropas parecían hechas de polvo dorado, y sus rostros cincelados en piedra de arenisca; sin embargo, a pesar de su aspecto incorpóreo, descabelladamente antiguo, el choque contra ellos fue brutal, y sus mandobles se hundían en el pequeño y desprevenido ejército derramando sangre roja que se mezclaba impúdicamente con las casacas de hierro de los visitantes, que el tiempo había bruñido como un espejo. Sus ojos rasgados brillaban con un odio sereno que parecían dirigir a un más allá, a un enemigo imaginario que se hallara muy, muy lejos en espacio y en tiempo, y su pobre batallón fuera sólo un leve escollo que, inoportuno, hubiera surgido en su camino. Tuvo tiempo de ver, antes de ser atravesado y caer sin gloria alguna, prácticamente muerto, como ondeaba el negro cabello liso y brillante de los atacantes en medio de una brisa inexistente.
El viento esparció el odio y la sangre con terrorífica equidad. Zarandeó su razón haciéndola tambalearse hasta que al final cayó con un ruido pesado, sin fuerzas para volver a levantarse. El mundo se había vuelto loco entre la presencia de extraños demonios de una era muy antigua, pero estaba bien así… Nada importaba. Nada podía ser peor que el infierno que había visto entre los seres de carne y hueso, no le importaba el fuego y el azufre, ni las vestimentas negras. Se dejó caer sin esperar ningún honor, agradeciendo que nadie viniera a cerrar sus ojos, porque no se llevaría de esta forma la oscuridad al otro mundo. Su mente aceptó la presencia de aquellos seres y, en medio de muertos y de vivos que gritaban entre el terror y la demencia, desapareció con ellos sin dejar rastro.
En pie, con porte orgulloso y tranquilo en medio de la oscura bruma de muerte, el general observó la única, delicada presencia que había sobrevivido a la furia imparable de su ejército. Sus blancos dientes rechinaron tras el casco, tragando para sí la infinita emoción que le poseyó al reconocerlo. El abanico. La misma forma que el estandarte que le distinguía en la batalla. Nunca había visto aquel objeto, pero sí uno de los personajes dibujados en él que, en doloroso y humillante escorzo, huía bajo la espada de un arrogante soldado que le perseguía. El odio, que hasta entonces había sido un sólido objeto con el que golpear, se licuó dentro de sí extendiéndose por sus venas a una velocidad que no creía posible. Sabía que algún indigno había tergiversado la realidad en algún momento. Que aquel que aparecía dibujado como brillante vencedor había sido en realidad quien huyera, cual cobarde alimaña. Sin embargo las bolsas de oro habían inclinado la balanza de la historia de su lado. Y él, Shogun, no apartó esta vez su rostro de falso vencido, como lo hacía del reflejo del río cada día desde que fue maldito. Esta vez se encaró con su imagen grabada en la seda y, con su modélica eficiencia, destruyó el abanico en su poderosa mano. Había tardado siglos enteros en desplegarse y mostrar al mundo su bella mentira grabada en la seda y prisionera en su viento. Por fin podría descansar.
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Don't blame it on... Blame it on the wind
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