28 febrero 2011

17:26

tic-tac...el tiempo pasa, quizá existe
el segundero molesta, no sé si por el sonido tan fuerte de algo tan pequeño o por evidenciar que se escapa entre los dedos
fuera pilas...17.26 eternamente, quizás no existe
iO

Despertó sobresaltado y se incorporó, casi de un salto, sobre las sábanas revueltas. Al hacerlo, rozó sin verla la suave mano extendida a su lado y, durante un breve instante de hondo pánico, no supo a quién pertenecía. No sólo eso, no tuvo la menor idea sobre quién era él mismo o dónde se hallaba… ocupando el lugar de esa idea, un torbellino daba vueltas incesantes en su cabeza, como si acabara de aterrizar de algún loco viaje. Le ocurría de vez en cuando, y reconocer esa confusión extrañamente le calmó. Miró a través de la ventana. Por alguna rendija de la persiana bajada se colaba una fina lámina de sol ardiente. Las 17:25… Se prometió una vez más que nunca volvería a dormir la siesta. La forma en que el desasosiego lo perseguía después, muchas veces hasta entrada la noche, era motivo suficiente… pero había motivos más fuertes -se dijo sonriendo y aún algo mareado- que sólo aparecían en el momento mismo de hacer las cosas, y entonces se esfumaban todos los demás.

Se inclinó de nuevo y cerró los ojos un momento… sólo un momento…

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El viento empezó a soplar. Le despertó la arena que se pegaba a las heridas de su cara, mordisqueando salvajemente sus bordes abiertos. Éso pensó al principio, entre la espesa bruma que cubría su consciencia, y que sólo parecía atravesar el dolor. Poco a poco la bruma se fue disipando y comprendió la razón que lo había despertado: el silencio. Un silencio cruel. Terrible. Lleno de ecos que encogían todo el interior de una persona hasta reducirlo a una masa comprimida y dolorosa, a punto de estallar de terror, de incredulidad ante lo que tenía delante. Y el hecho de no comprender, como había experimentado hacía muy poco, no era en nada lo menos angustioso de toda esta barbarie.

Nunca pensó que una mano humana fuera capaz de provocar semejante dolor. Ya no era un niño pero, de repente, sintió que no conocía absolutamente nada del mundo, y que aquel que llamaba mundo hasta ahora, no era sino una ilusión muy frágil a punto de estallar en infinitos pedazos irrecuperables.

Trató de cubrirse la cabeza con las manos, adivinando que de nada le serviría resistirse. Llegó a pensar que era mejor que terminaran cuanto antes, no seguir contemplando tantos horrores, sumados al suyo propio. Sin embargo, no pudo reprimir algún lamento porque ellos siguieron y siguieron, cuando ya le parecía imposible seguir sintiendo algo. Siguieron hasta que alguien, tratando de apartar el brazo de su cara, descubrió el tatuaje en su muñeca. Al principio no entendió. Se había olvidado de él por completo, pues a cada golpe de la paliza brutal había olvidado un poco más quién era. En medio de la confusión y los gritos de sorpresa, los golpes continuaron durante un rato… después, abruptamente, se detuvieron. Se trasladaron por último, ferozmente, a la espalda de algún otro desgraciado verdugo transformado en culpable de última hora, y más tarde gritos y golpes terminaron por alejarse en medio de una nube de polvo y el sonido de los jeep remontando las dunas.

Sintió su estómago revolverse ante todo lo que había ignorado hasta entonces, protegido por los muros de su palacio, y el amor incondicional a la figura de su padre. Del sayyid.

Se acordó entonces de Imbarek, de su perpetua sonrisa cada vez que acudía a su tienda para comprar el delicioso té. Y de Nino, el italiano a quien apenas entendía en su mal chapurreado árabe, a cuyo puesto se había acercado a escondidas para obsequiar con flores a alguna conquista. Se acordó de sus rostros reflejándose en un charco de sangre brillante en medio de la plaza, cuando las bombas empezaron a caer. Y le invadió la rabia. Nunca había sentido tanto miedo. Ni tanta indignación. Tanta, que parecía ocupar todo el torrente de su cuerpo, expulsando la sangre que había corrido por él hasta entonces… también la sangre del traidor, del monstruo asesino, ahora sabía que lo era… de su padre. Se incorporó, viendo pasar a la gente que huía, a los niños que gritaban solos y descalzos, a las mujeres acarreando bultos y a los hombres mirando a su alrededor con odio y temor. Se levantó y echó a andar hacia la plaza, contra la marea de gente que caminaba en sentido contrario. Echó a andar hacia la plaza a resistir con los demás. Con los que sabía que aún quedaban, gritando lo que era justo. Miró el reloj. Las 17:26. Y pensó que no había momento con más fuerza que el presente, fuese cual fuese.

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La tapa cayó de golpe con un ruido atronador. Despertó como si miles de pequeños martilletes golpearan su pecho, tantos que se disputaban una pequeña porción de su cuerpo pálido y delgado, cayendo unos sobre otros en una loca sinfonía. Por otra noche más, ya ni llevaba la cuenta, no había tocado su cama… de nuevo se había quedado dormido allí, presa del agotamiento, hasta entrada la tarde.

Se sentía profundamente cansado, pero también nervioso, descontento… sabía lo que éso significaba. Levantó la tapa con un gesto arrogante, como si desafiara a un enemigo. Empezó el ritual mil veces repetido. Podía hacerlo sin mirar, a pesar de la dificultad enorme de la pieza. Atacó el Rachmaninoff para piano con precisión, sus movimientos eran ágiles, admirables, técnicamente perfectos. Se movió veloz, provocador, escondiendo y enseñando a voluntad su descomunal talento. Después la concentración se transformó en una ira terrible, que amenazaba con arrasarlo. La interpretación cobró un ritmo vertiginoso, y una vehemencia terrible exigió al piano todo lo que tenía. Se hizo más y más veloz, más y más intensa y, aunque hubiese maravillado a cualquiera con aquella escena magistral, jamás conseguía disfrutar de ella…

La tormenta empezó a amainar. El tiempo se escurría entre sus dedos de forma suave y pausada, sin rastro de la violencia de hacía un momento; iban y venían caprichosamente como los últimos rastros de viento, de lluvia, de un tremendo huracán… Sentía su cuerpo entero deslizarse sobre la música como sobre una superficie pulida, perfecta, sin posibilidad ni deseo alguno de detenerse. Todo tenía música en su vida: la alegría, la angustia, el temor… incluso los silencios eran parte de la música, un interludio que unía unas piezas con otras, como puertas abriéndose ante una mirada expectante.

Las teclas aún parecían temblar, encogerse bajo sus dedos pero, como víctimas de un amor enfermizo, volvían a anhelar sus caricias al cabo de un momento, al precio que fuera…Después de todo, sólo él sabía tocarlas así. Quería convencerse de que era distinto a Él. Quería convencerse de que era igual a Él. Las dos verdades le condenaban. Las dos mentiras le delataban. No era como Él cuando deseaba serlo, cuando lo necesitaba… y sin embargo, cuando odiaba que así fuera, no podía dejar de serlo. No ya Su presencia, Su sola existencia le volvía loco. Sólo su talento estaba libre de aquella contaminación terrible, se repetía. Era un don extraño que nadie supo explicar nunca de dónde venía; no había plan ni razón para que existiera, pero allí estaba, maravilloso y exótico, inexplicable. Lo único en su vida que no dependía de Él, que Él no se atrevía a tocar, manipular o dominar. Lo único que conseguía alejarlo de Él… Sin embargo, cuando Él lo miraba (porque cuando todavía era un niño lo había mirado, a una distancia teñida de cierta superstición)… cuando Él lo admiraba (y ésto lo seguía haciendo aún a veces, podía sentirlo aunque Se ocultara tras la puerta del enorme salón)… nunca su corazón latía tan deprisa como entonces, ni experimentaba tanto miedo y emoción juntos (tan juntos que parecían pugnar por el espacio de su corazón, privándole del aire), porque Su admiración era como una droga para él, una droga triste y malvada, pero también magnífica y poderosa, y él la anhelaba sin remedio. Y esta muda admiración Suya aparecía solamente cuando la música sacaba de él ese terrible rastro de violencia, cuando asomaba en él aquel único parecido que Su Padre veía consigo mismo. Y era la conciencia de esa semejanza efímera la que le impedía disfrutar de lo que más amaba en la vida. De lo único que amaba en la vida, en realidad.

Oyó los pasos de Él que se alejaban tras la puerta. Las suaves notas de su hijo al piano, olvidada ya su furiosa intensidad, no le decían absolutamente nada. Eran las 17:26, y había un rebelión a las puertas que sofocar. Le dejó inmerso en un mundo que, pese a estar dentro de sus dominios como todo en aquella tierra, jamás podría pisar.

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Si el infinito se podía tocar allí estaba, al alcance de su mano. Cuando el último rastro humano se perdió no sintió emoción alguna; su análisis desapasionado sólo arrojaba una verdad sobre aquello: él siempre iba un paso más allá. Donde todos, o muchos, se detenían, él no vacilaba siquiera… ¿a qué otro lugar podía ir, salvo adelante? No tenía prisa, nunca la tenía. Todo le estaba esperando siempre cuando llegaba. Y en cualquier caso el tiempo no siempre pasaba igual, eso lo había aprendido también hacía mucho. El tiempo caminaba muchas veces en paralelo con el miedo, y él no tenía miedo alguno. En su mochila sólo había sitio para las cosas que le permitían ir más allá, el presente era su único tiempo y lo estiraba tanto como el placer que le produjera una imagen, un reto, una experiencia… y el pasado sólo cabía en la medida en que le permitía avanzar. El futuro era un regalo que le daba la bienvenida cuando el sol le despertaba cada día, en un lugar diferente del mundo.

Aún así en todas partes del planeta el tiempo imponía su propio ritmo, aún en la más recóndita naturaleza existían las sombras que definían el momento del día, y un horizonte por donde el sol salía y desaparecía sin remisión… en todas salvo allí. Y era aquel nuevo desafío el que le fascinaba. Desprenderse incluso de las referencias de espacio, de tiempo, y diseñar las suyas con entera libertad. Y ésto era así gracias a la magia de aquel punto que en los mapas aparecía en el extremo sur de la Tierra, como si esa enorme masa de hielo desafiara a la gravedad, siempre a punto de desprenderse del globo terráqueo y caer sobre el pupitre que lo sostenía. Si bien la gravedad, pese a todo, funcionaba allí tan perfectamente como en cualquier otro punto, había muchas cosas que no lo hacían del mismo modo. Pensó en ello largo rato el día anterior, cuando el cielo era oscuro y delicioso, y la aparición de la aurora austral lo había teñido de colores de ciencia ficción, mientras contempló aquel espectáculo majestuoso, que parecía diseñado para unos ojos tan exigentes, tan anhelantes de belleza como los suyos… porque ya había visto bastante fealdad, porque había visto lo peor de un ser humano, si así podía llamarle a él… pero no quería pensar en ello. Para éso estaba aquí. Para éso estaba siempre en algún lugar remoto, lejos de casa. De la casa de su padre, puntualizó. Él hacía mucho que dejó de necesitar casa alguna.

Quizá otro en su lugar se habría sentido pequeño bajo aquel cielo, en aquella inmensidad, pero él llevaba el orgullo dentro y jamás le consintieron la tentación de sentirse pequeño, insignificante, pues era un elegido como ellos antes que él… pero tampoco en eso quería pensar. Él trazaría su propio camino, tal y como se prometió al cerrar la puerta, sabiendo que no volvería. Y por él caminaría, esta vez en medio de ese desierto blanco tan diferente al suyo. Ese desierto sin sombras, donde los espejismos que relucían en el hielo formaban mundos imaginarios, tal vez sin suelo en el que pisar. Comenzó a subir lentamente el Vinson helado, en medio de un silencio sepulcral, que no rompía ni una brizna de viento. Ascendía una monstruosa pared que relucía como un cristal, y toda ella resultaba un enorme espejo de sí mismo, lleno de preguntas, que esperaban la llegada a la cima para mirar al otro lado, en busca de las respuestas. ¿Podrían los seres humanos desprenderse de los límites del espacio y del tiempo sin volverse locos? Eran las 17:26 y no tenía la menor idea de ello, pero tampoco le hubiera importado lo más mínimo.

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… Sintió un vértigo que le hizo abrir los ojos, alarmado. Pensó que había dormido de nuevo un largo rato, pero el rayo de sol seguía entrando en la misma posición por la rendija. Miró el reloj y comprobó sorprendido que sólo había pasado un minuto desde que antes despertara, eran las 17:26. Tenía un pensamiento en su cabeza que luchaba por salir, y que no terminaba de dibujarse. Al final, se escuchó pronunciarlo en voz alta, sintiendo la profunda certeza de cada palabra: “De algún modo, vivimos a cada instante todo lo que pudimos haber sido, a la par de lo que hemos llegado a ser”.

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21 febrero 2011

Florecer

…Flores que florecen en el viento que transporta una palabra; en sólo dos centímetros de aire que no se pueden cruzar, porque separan la confianza del más intenso de los deseos; en el aire que se llena de una misma lluvia calando a un tiempo pensamientos tan distintos, los tuyos y los míos; floreciendo en lo imposible para envenenar mis sentidos, para endulzar mis sentidos, si cabe un poco más…
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Hay que adaptarse, la tierra lo pide. Con los que somos, a poco que piensen unos cuantos es un gasto energético enorme. Así surgen las ecoideas: nada de bombillas, las ideas florecen.
La gente no es propensa a los cambios, dicen que es una cursilada, o cosas de hippies, o que la bombilla es más chic, y termina pareciendo una cuestión de modas.
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14 febrero 2011

Órdago

Caer. Era lo último que recordaba. La adrenalina bombeada a toda velocidad a través de su organismo; el paisaje que cambiaba en décimas de segundo; la fuerza del viento, que sólo un momento antes parecía tranquilo, sobre su cara; sus brazos abiertos en cruz mientras procesaba al fin, con una sonrisa, la certeza del impacto. Los cerró un instante antes de atravesar la superficie bajo sus pies, en medio de una sensación glacial. Tus ojos eran esta vez de un azul intenso, sentía al mirarlos que me ardían los pulmones y se ralentizaban mis movimientos, como presa de un extraño embrujo.
Después aquí. Pares de ojos, muy distintos éstos, me miran concentrados, angustiados algunos bajo la máscara de la profesión.
¿Cómo he llegado hasta aquí? Había dos caminos en el fondo. Uno muy bello, lento y profundo, teñido de silencio. Deseé intensamente explorarlo… sin embargo, como otras veces, lo registré en mi memoria y nadé hacia la luz. Volvería después. Siempre encontraba el camino para volver. Nadé hacia la luz y empujé mi cuerpo fuera del lago helado. A pesar del frío y del esfuerzo, casi insoportable, caminé un poco más… un poco más… lo justo para tener otra oportunidad.
Me encontraron otra vez. No importa quién. Hasta ahora siempre estaban allí, eran peones en el juego, y yo nunca dudaba que iban a aparecer. Después, lo de casi siempre. A veces podía contestar, otras, como ésta, las máquinas hablaban por mí. Toqué los cables. Sonreí a pesar del esfuerzo. No entendían que esta partida se jugaba a dos solamente, y que ellos no tenían cabida. No entendían nada a pesar de sus rostros serios, escrutadores. A lo lejos oía una jerga que ya casi comprendía, por haberla escuchado tantas veces. Las primeras tuvo miedo. Ahora ya no. Mezcladas con cifras y datos escuchaba hipótesis sobre sí mismo, rebosantes de incredulidad. Pero ninguna tenía razón. Él no buscaba la muerte. La muerte era parte de todo y no era necesario buscarla en ningún lugar exótico. En todo lo que él hacía estaba además la vida, y esto era lo que él buscaba. Escalar, saltar, volar… No concebía existencia en la cual no pudiera ser libre, buscar su meta y alcanzarla, lejos de las torres grises de las ciudades. Había buscando todo cuanto amaba y deseaba, moviéndose a su manera, y había sido plenamente feliz. Un día, es cierto, el primero de muchos, la muerte le miró con sus ojos audaces y seductores. Esa vez no eran azules como ahora, sino color caramelo como la arena que aprisionaba su cuerpo y le impedía respirar. La sorpresa le privó de sentir temor, y se hizo mayor aún cuando sacó una baraja de cartas y la colocó ante él. Con el tiempo, ella le había concedido el honor de poseer su propia baraja, pues decía que muy pocos se acercaban a ella, la muerte, habiendo conocido previamente la vida, la auténtica vida.
Y esta vez, también vendrá.
Ella apareció por fin. Le miró fijamente con sus ojos de esta vez, azul intenso, y le hizo una seña casi imperceptible con su cabeza. Él sacó su baraja lenta, tranquilamente. Sintió su tacto suave y desgastado, las esquinas de los naipes un poco dobladas. Mostró sus cuatro primeras cartas y contenían el camino de la jugada maestra. Ni siquiera miró la quinta carta. Lanzó un órdago en pos de su vida una vez más. Tomó su carta y despacio la giró, con la confianza despreocupada de los locos, apelando a la suerte de los necios, con el lento suspense de un mago… la giró, y había fallado. No había as de trébol al otro lado.
De repente, sonó el pitido sordo, monótono, regular. Manos hábiles y rápidas se afanaban sobre él intentando retenerle. Pero no podrían hacerlo. Ni siquiera debían hacerlo. Él era un caballero que un día hizo un trato. Ahora había perdido y, simplemente, era el momento de levantarse y marcharse de la partida.
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Toda pieza de plástico que se haya fabricado a lo largo de la historia todavía existe.” (*) Es leerlo y sufrir una indigestión de eternidad. Tantos avances médicos, aumento de esperanza de vida...y una botella de agua nos pone en evidencia (nuestra brevedad, y que hay mierda eterna, por supuesto).

Somos frágiles y efímeros,  e intentamos tener algún tipo de control agarrándonos a lo seguro,  a lo permanente,  a lo eterno. Yo creo fervientemente en los buenos y malos (a la vez), en los ricos y pobres (por separado) y en que en todos sitios hay alguien más listo y alguien más tonto que yo. En cuanto a sentimientos la cosa se complica, pero de vez en cuando existe alguna verdad presente que se viste de eternidad instantánea: no es menos cierta por no tener una proyección segura en el futuro, es más, a veces tiene tal profundidad en el ahora que éste se le queda pequeño. Es en este punto donde da igual si quien te vertió el café encima es el bueno, o si quien te acaricia la mano es el feo y el malo…son la justificación de nuestros crímenes y “suicidios”.
iO

07 febrero 2011

En el fondo del mar..


Eres un nombre en el fondo del mar, sólo eso… Te arrojé al agua para dejar de oír tu eco en todas partes, rebotando en el aire, en las paredes, en mi cuerpo… Sin embargo me asomo al agua infinita y, a cientos de metros, entre la oscuridad más profunda, sigues brillando… Quizás dentro de un tiempo te vuelvan a rescatar en alguna orilla y la historia se repita, hasta el día en que vuelvan a arrojarte otras manos ensangrentadas nada más arrancarte de dentro, envuelto en otra pena de amor.
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Kundera decía que basta con cerrar los ojos para mirar al infinito(*). Mi versión es con el mar.

Ha pasado ya un tiempo, y hay cosas que no deberían tener alma, pero la tienen.
Me reconocí en el sonido de una ola, te vi en un atardecer...Un mar engulló los miedos, el mismo en el que ahora flota la nostalgia.
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