18 abril 2011

Colisión


Un segundo, una gota en el tiempo. Se dejan caer a veces sin orden, sin sentido, sin objetivo, unos sobre otros de cualquier manera. Otras veces, por el contrario, uno solo cristaliza en una forma caprichosa modelando tu interior, irreversiblemente.

La distancia. No se mide igual cuando se vive, cuando se muere, cuando se huye, cuando se clama con o sin esperanzas por un beso, por el último de muchos, por el primero de ninguno… A tu lado nunca fue un concepto cierto, definitivo… Con un paso se recorren años luz, y la distancia se doblega, como un enemigo vencido. Tus palabras curvaban la realidad como un espejo que, ora te acercaba, ora te alejaba de mí.

Todo empezó a temblar a la sombra del eco de tu mirada, la sentía avanzar dentro de mí, abriéndose paso, sin seguir caminos… Enormes rascacielos de sueños se venían abajo entre montañas que emergían del magma salvaje de sentimientos que, de repente, quedaban al descubierto rasgando mis órganos hasta la piel. Mi orden carece de sentido si no responde a tu orden. El poder que emanan tus ojos arrasa hermoso y brutal, sin conciencia de sí mismo y por ello puede aún más. La sensación de vértigo me invade, pero no quiero abandonar ahora que he entrado, brevemente, en tu camino. El choque se acerca, no puedo evitarlo. La fuerza parece levantarme del suelo. Se me olvida respirar, y al hacerlo de nuevo inhalo una gran bocanada de dolor. Cruzo los brazos sobre mis ojos pero ya es inevitable… la colisión con el fondo de los tuyos me destroza, la certeza de la palabra imposible pasa a través de mí impregnando cada célula de un dolor infinito.
Quise llegar al paraíso demasiado deprisa, pero en la fórmula perfecta algo ha fallado… la velocidad es igual al espacio partido de tiempo, toda la vida nos lo explicaron. Quizá es el destino el cuarto y definitivo componente. El que siempre queda fuera. El que nunca se plantea si es correcto. Y la nueva ecuación queda sobre la mesa irresoluble cada tarde de lluvia, cuando algunas cicatrices duelen tanto.
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un cerrar de ojos. en medio del mareo se acumulan imágenes de otra vida. se suceden aunque no pertenezcan a la misma. el cerebro parece tomarse la libertad de modificar lo que haga falta con tal de hacer su película. los restos de la colisión que se convierten en nave. la chica que se diluye en el viento mientras se gira a mirarla. quiero pararlo, cerrar los ojos y dejar de ver. ya lo estaban. los abro, pero nada. se hace incluso más real.
iO


12 abril 2011

Limonada





"Limonade, limonade me
they say I'm dry but I'm just sick
they say I'm cold but I'm just sick"
                                         (*)(**)
        iO
















Hoy es uno de esos días que tiraría el móvil por la ventana, me gustaría ver cómo se hace cachitos en la calle con sus cientos de numerillos dentro… me tienen loca porque no dejan de sonar, todos menos los que importan. Corre, corre, corre… ¿para qué corro tanto? Creo que para no pararme a ver desde fuera lo ridículo que parece. Creo que he perdido el control sobre mi propia vida… y he llegado a una conclusión como esa porque el maldito móvil no deja de sonar, y tengo a la vez las manos llenas de cosas igual de inútiles que esas llamadas… A ver, ¿para quién estoy corriendo si puede saberse? Si lo hago por mí es masoquismo puro, de un nivel al que creo que no llego, y si es para los demás ¿es tan importante? Seguramente diría NO. Así, alto, claro y en mayúsculas… pero aparece un     incordiante y pequeño al que no entiendo porqué se le hace mucho más caso. Siempre aparece. Porque al final se mete en la cabeza la peregrina idea de que las relaciones sociales, las que no tienen nada que ver con la amistad, pero esas con las que en ocasiones disfrutamos, a veces dependen de una copa, de una cena, … de montar este cirio en tu casa sin saber cuándo has accedido.
Voy a poner una canción que me distraiga, por lo menos. Cómo sea la misma del politono me va a dar algo… empieza a sonar… “Girls, they want to have fu-un, oh giiiiiirlssssss…” y me río agusto de toda mi histeria reconcentrada, tentada de quedarme cantando al cepillo de barrer y pasar de todo el mundo. Si quieren que canten, y si no que se busquen las cervezas en la nevera… Pero esta vena “sofisticada” a la que a veces mataría tan a gusto se ha empeñado en hacer limonada. Veamos, limonada. ¿¿Desde cuando hay limones en mi casa?? Ya me lo decía mi madre, que en casa siempre tiene que haber limones. Pero en mi nevera no hay nada que pueda caducar y ponerse blandurrio… todo son hileras de bricks inmaculados y perfectamente colocados. Pero ¡dónde iré en domingo a comprar los malditos limones! Me acuerdo de la tiendecita de árabes que está abierta casi siempre, cerca de casa. Bajo corriendo en pantalones cortos y entro en la tienda, que está vacía a excepción de tres hombres que hablan muy alto. Cuando entro por la puerta no detienen su conversación, sino que hablan más alto todavía en una jerga ininteligible, y los pantalones que llevo me parecen más cortos todavía. Al menos dentro se está fresquito, entre la penumbra. Resulta raro no ver la fruta bajo una luz blanca y brillante, que hace relucir los plásticos que la atrapan. Aquí está apilada mezclando piezas de diferentes colores y tamaños, como se supone que son o eran los limones de verdad. No me decido, buscando con la vista los que me parecen más grandes y jugosos… ¡yo! la entendida en limones… Uno de los hombres me llama a voces, insolente y divertido “Niññña, niññña, ¿qué quiere?”. Y sus paisanos se ríen con ganas alrededor. Cojo algunos limones al final, completamente al azar, y me acerco al mostrador deseando pagar deprisa y marcharme corriendo. No entiendo como las risas abiertas y bienintencionadas de unos hombres me hacen pasar todavía tanta vergüenza como si tuviera quince años.
Llego a casa y los pongo un momento en la nevera, para borrar parte del intenso calor que se ha apegado a ellos, y a mí de paso, en la sofocante solanera de la calle.
Voy a buscar la licuadora. Abro el armario y por supuesto hay decenas de pequeñas cajas delante con todo tipo de cosas. Las coloco todas en la encimera armándome de paciencia, pero la caprichosa caja de la licuadora no aparece. ¡Qué va a aparecer! De pronto la bombilla se enciende y recuerdo con el gesto torcido mientras devuelvo todas las cajitas a su sitio: la licuadora está en el estante de las cosas para arreglar que nunca se arreglan… Si al menos pudiera echarle la culpa a él… Pero en el fondo es sólo mía. Aún así, no puedo evitar un pequeño y malvado rencor hacia Fede, el novio que iba a arreglarlo TODO y nunca arreglaba nada de nada… mucho menos la licuadora, claro. Siempre diciendo que era un manitas, y yo haciendo algo tan tonto como creerlo… ay, Santo Tomás, ¿por qué no te haría un poquito de caso? Lo bien que está de vez en cuando un poquito de incredulidad… hasta que se demuestre lo contrario solamente… y yo esperando verle con el destornillador cualquier día… ¡si de ilusión también se vive! La cuestión es que el cacharro no funcionaba, así que a exprimir limones… así es la vida.
Tras un ratito de hacer bíceps mezclo el zumo con el agua. Aquello tiene una pinta rara rara. Si eso tiene que estar bueno le quedan unos cuantos pasos… ¡El azúcar! El azúcar, a diferencia de muchos novios, sí tiene la virtud de arreglar casi todo, y con o sin consejo de mi madre no falta en mi casa desde luego. Pero… he aquí otro problema. ¿Qué clase de azúcar será la que más les guste? No hay nada peor a veces que tener donde elegir, por lo que se ge. La cuestión es que a mí me da lo mismo exactamente… no tengo problemas de racismo y he probado de las dos alguna que otra vez. Atestiguo que las dos están muy buenas siempre que se sepan remover convenientemente… Si la cosa se va toda para abajo y no se mueve malo malo, se queda el tema sin gusto ninguno. Hmmmm, me quedaré con el moreno… el azúcar, digo… más contundente.
... Y hablando de todo un poco… Aquí con estos calores y no tengo hielos… ¡ni uno! Para abajo otra vez… ¿por qué están las playeras debajo de la cama, justo en el medio? Las chanclas están en el armario, debajo de todas las cajas de botas. Las saco desperdigando todo y bajo corriendo a la tienda del perpetuo socorro, Alimentación Yang. Aquí los pantalones cortos no son problema, y subo rápida y sudorosa con mis bolsas de hielo. Trituro las bolsas contra el fregadero mientras me saltan gotitas de agua en las pestañas, confundiéndose con el sudor que me cae desde las sienes. Después de un rato lo mezclo todo con energía y pruebo un sorbito. Por extraño que parezca aquel mejunje raro y accidentado está buenísimo. Me siento por primera vez en el día y bebo otro sorbo despacio, disfrutando el delicioso y refrescante sabor que me baja por la garganta. Cierro los ojos y hago lo correcto antes de poder arrepentirme; cojo el móvil, que por fin está callado y cancelo la quedada de esta tarde. Mi tiempo va a ser realmente mío. Y esta limonada me la voy a beber yo solita.

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04 abril 2011

Vendetta


Los monstruos cabezones claman que la venganza se les eche encima para calmar su conciencia. A mi yo práctico le da igual, dice que no les dará el gusto. Tengo miradas de reojo suficientes para desgastar todos los ja ja ja malignos del mundo.
iO




Los latidos de su corazón empezaron a oírse por encima de las voces, como el redoble de un tambor más y más rápido, hasta un punto que parecía imposible. Al fin despertó ahogando un grito, con un nombre atravesándole la garganta. Tardó un rato aún en aplacarse, en concentrarse en respirar, despacio, y en retener a su corazón que pugnaba por salir de su pecho… lo primero era pensar si el nombre había llegado a escapar de su boca… después de un rato de angustia, estudiando cualquier cambio a su alrededor, convino con su intuición en lo que ésta le decía: nadie había escuchado nada, a excepción de él mismo. El panorama era exactamente el mismo que cualquier mañana, sus nueve hermanos alrededor, dormidos en idéntica postura al día anterior, como si lo hicieran dentro de algún molde invisible. La respiración bronca y sonora en los más mayores, suave y sibilante la de los más pequeños. Cada uno era tremendamente distinto al anterior, pese a ser todos hijos del mismo padre; sin embargo todos hubieran alcanzado un común acuerdo, y a la mayor rapidez, si se hubieran percatado del objeto de su sueño… se hubieran mofado de él por toda la eternidad, y él no deseaba semejante cosa desde luego. No era difícil imaginar el calvario de nueve lenguas alternando sus bromas a todas horas, por no hablar de soportarlas todas a un tiempo… A veces él mismo estaba en el bando perseguidor, ¿cómo no?, era normal entre una prole tan numerosa. Sin embargo, hubiera sido aún peor que supieran porqué soñaba con ella. Mucho peor… Beatrice era una joven popular, hermosa, … inalcanzable… cualquiera podría soñar con ella. Pero si hubieran sentido, como él, las manos manchadas de su sangre rodeando su cuello… le habrían mirado aterrados, condenándole a la soledad de un monstruo. ¿Quién querría hacerla daño? Ni siquiera él quería, por supuesto… Apenas la conocía, hasta hacía unas semanas. Sabía quien era, desde luego. La ciudad era pequeña, y los rumores la recorrían de punta a punta en cuestión de horas. Su trabajo se hallaba en una zona concurrida de la plaza, y de vez en cuando esos rumores se colaban entre su impenetrable maraña de pensamientos. También la había visto fugazmente a bordo de su carruaje, descorriendo las cortinillas como nunca haría una dama de buena educación. Si algo le había llamado la atención de ella eran sus ojos precisamente, esos ojos de un verde profundo que parecían devorar cuanto miraban, como si fueran a verlo por última vez. Y, a juzgar por lo que decían en la ciudad, bien podía ser cierto dentro de poco. Aún así, él la conocía por algo más, mucho más trascendente que todo aquello, y a partir de ahí había memorizado cada detalle de su rostro y de su silueta, con aquella memoria prodigiosa que poseía. Aquella memoria que le permitía recrearla en sus sueños hasta la línea más sutil, como sólo era capaz de hacer con otra persona… y precisamente con aquellos otros ojos la veía desde el momento en que apareció, por vez primera. Esa misma noche comenzaron las pesadillas. La luna le despertó mientras aullaba y se retorcía dentro de aquel sueño loco y sin sentido. Trató de convencerse de que aquello no había estado siquiera en su mente, y se miraba las manos atemorizado, buscando rastros de culpabilidad que no existían. Al final del sueño la respiración le faltaba, igual que a ella. Sentía que se ahogaban al mismo tiempo, ella bajo la presión despiadada de sus manos sangrientas, él bajo el yugo del horror al expulsar la vida de su aliento, apretando su cuello delicado… Beatrice, Beatriceeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee, gritaba entonces desesperado, y sólo aquello le permitía volver a respirar, y seguir apretando sus manos hasta arrancarle la vida, para luego despertar… Se incorporó tras asesinar brutalmente a Beatrice, también aquella noche.
Todavía estaba bastante oscuro, sus hermanos tardarían en empezar a moverse, a perseguirse, a pelearse todos con todos, y por fin a prepararse para salir hacia la plaza algunos, hacia la escuela otros. Por ese motivo le gustaba madrugar, podía disfrutar de la luna, del canto de los grillos, del rocío de las plantas sólo para él. El sosiego era un bien precioso en aquella casona, y le permitía visualizar la tarea del día perfectamente, tanto como después la ejecutaba, abstraído ya de cualquier ruido de la calle. Era un muchacho tremendamente tranquilo. Su padre había previsto y dirigido su aprendizaje en la misma maestría que él trabajaba, y jamás se había opuesto en lo más mínimo; adoraba su trabajo, y toda la pasión que albergaba su ser paciente la volcaba en la construcción de los violines. …Quizá decir construcción era aún un poco pretencioso. En realidad hasta entonces se había ocupado casi siempre de la reparación de piezas dañadas, o de afinar los magníficos instrumentos fabricados por su padre, tarea para la cual estaba dotado de un talento especial. Sin embargo, él se sabía perfectamente capaz de emular a su admirado padre, puede que incluso de superarle, aunque imaginar esto último le hiciera tragar saliva pensando en su atrevimiento.
El sueño ocupaba un lugar cada vez más recóndito en su mente. Dio un nuevo mordisco a la manzana que había cogido en la despensa, y siguió contando los pasos que restaban hasta llegar al taller; lo hacía a diario, le servía para acercarse, también con la mente, al lugar donde hacía lo que mejor sabía. Y aquel día era muy importante, muchísimo. Iba a firmar su primer violín. Y, aquello en que llevaba semanas pensando… iba a entregárselo a la persona que más había amado en la vida.
Dobló la esquina de la torre y sintió el silencio que envolvía, como un aura invisible, aquella arcada de San Domenico donde pasaba casi todas sus horas, entregado a la creación de un arte tan exquisito que hubiera sido un menosprecio llamarlo trabajo. Así pensaba también su padre, que sabiamente le había enseñado no sólo a sentir con las manos toda la vida de un instrumento, desde el árbol elegido para que naciera, sino también la dicha de ocupar su tiempo en algo que le satisfacía tan profundamente. Era muy afortunado, se dijo también aquel día... Pero desde hacía un tiempo era también muy desgraciado… Su naturaleza serena nunca había estado expuesta a contradicciones como aquella. Antes sabía lo que era bueno, lo que le hacía feliz, y ambas cosas eran una sola muy fácil de conseguir. Tan sólo debía seguir los consejos de su padre para desarrollar todo su arte, a la vez que la fuerza de su intuición. Ahora la fuerza de su intuición le mandaba mensajes brillantes, inequívocos… pero no podía escucharla. No creía en modo alguno que los mensajes estuvieran confundidos, lo invadían fundiéndose con él como sólo podía hacerlo la mayor de las certezas. Pero tal certeza no era válida en su vida. Por alguna razón que no dependía de él, como tampoco dependía su talento, o el azul transparente de sus ojos, o sus manos ágiles de dedos pequeños y sensibles.
Entró en la estancia oscura, que empezaba a iluminar el sol por el rincón donde descansaban las piezas de marfil y nácar, haciéndolas brillar. Colgó la capa y se quedó en mangas de camisa, aunque el verano tampoco era aquel año muy caluroso. Sabía que al poco de empezar su faena tendría calor. Desató el cordón que cerraba el cuello de su blusa, dejándolo abierto, y enrolló las mangas hasta el codo. Se colocó el delantal negro de cuero y recogió su pelo en una cinta. Se dirigió despacio hasta el banco donde descansaba su más preciado objeto, el más preciado sin duda porque no iba a ser suyo, sino de alguien que le importaba mucho más. Quería admirarlo desde diferentes ángulos mientras se acercaba, y constató que desde todos ellos se veía igual de hermoso. Brillante, proporcionado, lleno de vida. Lleno de notas. Delicado y decidido, como el sonido que emergía de su interior… como su futuro propietario.
Mirándolo recordó como todo había empezado…
Hacía varias semanas habían desmontado dos hombres frente al taller, un joven moreno y apuesto, de ojos negros, profundos y algo rasgados, y una réplica del anterior, de más edad y no tan apuesto sin duda. El joven se dirigió a él en tono suave y cortés, preguntando por el maestro artesano. Fue de inmediato en su busca. El muchacho regresó acompañado de su padre, que saludó respetuosamente a los dos caballeros. Observó no exento de curiosidad que éstos le devolvían el saludo con la misma ceremonia, especialmente el más joven. No dejaba de ser sorprendente que dos caballeros importantes demostrasen tal cortesía hacia un sencillo artesano, pero la fama de su padre hacía de esta conducta algo corriente.
El hombre joven comenzó a hablar con el artesano, explicándole su encargo. A medida que lo hacía su energía comenzó a irradiar poderosamente, como un manto cálido, y el muchacho escuchaba anonadado sus precisas indicaciones, propias de una persona con un gran sentido estético y profundo conocimiento de la música. Le sorprendió gratamente al principio. Le enamoró desesperada y dolorosamente después.
El carraspeo impaciente del hombre mayor le hizo apartar la vista, pero no iba dirigido a él. Simplemente parecía algo incómodo por el detalle con que su hijo se explicaba, y sus miradas se dirigían insistentemente hacia la calle, revelando su deseo de marcharse. Al final, joven y anciano se despidieron cordialmente y enfilaron hacia el arco que daba a la calle. Cuando daba media vuelta para salir, los ojos del joven moreno se toparon con los suyos, mirándole con curiosidad. Haciéndole un leve gesto de saludo se dirigió a su caballo y montó, perdiéndose entre el polvo. Sabía porqué había fijado su mirada en él, y no sintió esperanza alguna; había heredado el extraño color azul de los ojos de su madre, y todos los desconocidos no podían por menos que detenerse en ellos. Los cerró pensando que, aunque hubiese sido distinto el motivo, seguiría sin haber esperanza alguna…

Ada entró en la penumbra del cuarto para elevar la persiana. Cuando era pequeña le molestaba profundamente aquel momento, odiaba que la despertasen de su bienamado sueño, y su intratable temperamento se rebelaba pataleando con la cabeza bajo las sábanas. Pero aquel día Beatrice estaba despierta, y aquellos días de rebelión habían quedado muy lejos. Dio media vuelta para no mirar el día, al que no veía diferencia con la noche desde hacía tiempo, pero sabía que no podría dormir aunque hubiera querido. A pesar de ello se encontraba cansada. Las horas vacías cansaban, más que ninguna otra cosa en el mundo, y ahora Beatrice lo sabía. En su vida acomodada nunca había tenido demasiadas obligaciones, pero sí la ocasión de decidir la manera de emplear su ocio como más le placiese. Ahora la vida se había convertido en supervivencia, despojándose de su belleza y su diversión, que parecían un falso y arrugado envoltorio que alguien le hubiera arrancado de repente. La supervivencia era todo lo que parecía importar, desde hacía un tiempo. Desde que otros, unos reyes lejanos cuyo nombre apenas sabía pronunciar, habían decidido plantar sus banderas en su tierra. ¡Qué absurdo le parecía! ¿Acaso no seguía después siendo la misma tierra, la misma gente? Pero, ah… el dinero… Ahora comprendía su importancia, y que su presencia no sólo podía acomodar una vida, como había hecho con la suya, sino también destruirla, como estaba a punto de hacer…
Se preguntó cómo haría para borrar su mustia expresión antes de levantarse, no podría soportar que sus padres la viesen así, ni las continuas acusaciones de su madre haciéndola ver que ella sería afortunada, la única afortunada, porque podría salir de aquella ruina inerte gracias al sacrificio de su familia. Porque podría marcharse a una corte culta y refinada, lejos de allí. Y nadie hablaba de su propio sacrificio. ¿A quién podía parecerle semejante cosa desposarse con un hombre culto, poderoso, y sumamente rico? Suspiró. Tan rico como astuto, pensó con odio. Sintió una enorme repugnancia al imaginar cómo había él tramado su plan, poniendo una marca en su nombre, como se hacía en los mapas de guerra sobre las cimas a conquistar. Eso sería Beatrice, un trofeo más en la cuenta de aquel hombre… y jamás podría regresar a su familia. También eso lo había calculado. Y aquí le odió más que nunca: cuando los vientos cambiaran, y cambiarían, la familia de Beatrice sería repudiada en su ciudad por haberse vendido al enemigo. No lo harían de inmediato, abiertamente, ahora la situación era demasiado incierta y convulsa, pero la sangre mediterránea no olvidaba, y cuando llegara el momento aislarían a sus padres hasta borrar su linaje, su apellido, y su recuerdo de la faz de aquella tierra.
Ya murmuraban cuando veían pasar su carruaje. Se sentía molesta, pero callaba. Era su madre quien había decidido tras ello, en su estúpido orgullo, recluirla en casa para evitar los desplantes. ¡Cómo si éstos fueran a cesar! Tampoco nadie acudía ya a las recepciones de su palacio, y aunque lo cierto es que era un alivio para la maltrecha economía de su familia, su vida transcurría monótona y aburrida.
Su pensamiento volvió de nuevo al último día que había salido a la calle, hacía ya varias semanas. Había bajado del carruaje, contra la prohibición expresa de su madre, en medio de la plaza, pero sabía que el cochero no la delataría, así que contaba con media hora de libertad. Al poco las miradas empezaron a perseguirla, con tal intensidad que pensó si no habría sido una equivocación salir, y caminando un poco más se refugió en el lugar que le pareció más tranquilo, un lugar en el cual no había estado nunca antes. Le llamó la atención el silencio, a pesar de la intensa actividad que se adivinaba. Era el taller del maestro, se dijo al ver los violines colgados de las paredes. Nunca lo hubiera imaginado así. A juzgar por su fama imaginaba un hombre rico, con decenas de criados que trabajaban para él. Sin embargo, en el interior sólo se hallaban, además del propio maestro, dos esbeltos muchachos que trabajaban atentamente. Uno de ellos, muy joven, elevó sus extraños ojos azules hacia ella y la miró turbado durante un momento, quizás demasiado largo, no sabría decir si con la admiración que acostumbraba a despertar, o con una especie de supersticioso temor; después él desvió la vista disimuladamente hacia un cuarto ocupante en el que ella no había reparado antes, y al seguir la dirección de la mirada azul se encontró con unos ojos negros y penetrantes que la miraban directamente, y esta vez no había dudas de qué reflejaban… Se irguió orgullosa como la habían enseñado a hacer desde muy niña, como un pavo real que enseñara el esplendor de su plumaje, pero al instante fue consciente de que aquella ya no era la actitud conveniente para una muchacha prometida, y volvió su pose natural con una ligera desilusión. De todos modos, al hombre de ojos negros pareció no afectarle este cambio. Seguía mirándola con una fuerza que no sabía describir, pues no era exigente ni arrogante, pero la hubiera lanzado a sus brazos sin necesidad de una palabra. Sintió como de repente le costaba respirar, y hubo de concentrar toda su consciencia en sus pies, para detener la escena que ya imaginaba. Él pareció percatarse del esfuerzo y la inquietud de ella y, misericordiosamente, apartó la vista. Ahora parecía muy interesado en las respuestas del “muchacho ojos azules” sobre el violín que éste barnizaba con manos expertas y cuidadosas. Pese a su juventud habían de serlo, calculó ella, pues al desengancharse de la negra atracción de aquella mirada se fijó en que otros ojos, claros y exóticos, habían seguido la escena con agónica atención, pero sin vacilar en su trabajo.

Allí la había visto por primera vez. Supo que se llamaba Beatrice cuando el lacayo acudió a buscarla, preocupado. Los dos lo habían sabido, y Lako la había seguido sin apartar los ojos hasta que ella se perdió de vista. Después volvió a la conversación en el punto donde la había dejado: “Magnífico, Francesco, va a ser un violín muy hermoso… justo lo que quería. Volveré pronto para llevármelo y pagar el resto del trabajo a tu padre”. Esta vez fue él quien dejó sus sueños viajar a bordo de su mirada en pos de Lako, cuando éste montó en su caballo castaño para marcharse. Y lo vio hasta mucho, mucho después de que él fuera sólo un punto en el horizonte.

Dejó al caballo sudoroso al cuidado del criado en las cuadras. Lo acarició y se dirigió al edificio principal del palacio, cruzando el patio. La casa era muy grande, demasiado para dos hombres solos; uno de ellos casi un anciano, y él tanto tiempo fuera en batallas sin sentido. Todas le parecían la misma. No era cobarde. La valentía se la habían enseñado junto con los juegos, con las primeras palabras, y se había forjado atravesando hombres que le atacaban con tan poco sentido como él a ellos. Eso era la guerra, una confusión terrible de la que uno salía mutilado o muerto sin saber nunca por qué en realidad. Quizá por eso amaba tanto el silencio. Su padre hablaba mucho, pero con el tiempo se le notaba más cansado, y reservaba esos ataques de locuacidad de cara a la galería, para mostrar a los demás, y así a sí mismo, que era el de siempre a pesar de las canas, y de andar cada vez más encorvado. Su padre… Qué orgulloso era aún, sin embargo. Ése era el vínculo que los mantenía tan unidos, tal vez el único, pues eran en lo demás diametralmente distintos. Pero su éxito como soldado había satisfecho siempre las expectativas del anciano, y en su familia aquel éxito era todo. Su padre había vivido para su patria, Lombardía. Por ella había sacrificado sus sueños, si los tuvo alguna vez, y su familia, que apenas le conocía. Sin embargo era querido y respetado en la región a pesar de su fama de jactancioso. El honor era la única norma por la cual se regía, y de ella derivaban todas las demás que conducían su vida y, por extensión, la vida de Lako.
Se sentía muy cansado. Su forma física era envidiable, como correspondía a un buen soldado, pero sus pensamientos le agobiaban, y le agotaban. Había cabalgado muy deprisa aquella tarde, al salir del taller del anciano Antonio en la plaza. Había llegado hasta los densos bosques del norte de la región y allí se había detenido a pensar… como si alejarse de la realidad pudiera acaso cambiarla en algo… El honor, el maldito honor era una vez más el culpable de todo. Le había alejado de su padre, siempre ausente, pero ahí no era él quien decidía. Ahora era él el protagonista de aquel drama, y no sabía hacia donde dirigir la pluma para escribirlo. Beatrice era la única palabra que escribía mentalmente, en medio de un gran espacio en blanco que no sabía rellenar. Si el honor era un culpable, el deshonor era el otro. Enfrentados, como en un círculo, daban vueltas alrededor de él sin acercarse nunca. Todo se diluía más allá de aquella línea, que marcaba un precipicio insalvable para ambos.
Ató su caballo, al que llevaba de la brida, a un robusto abeto del bosque desierto y, desnudándose, se metió en el río. El agua helada le cubrió los pies descalzos, las robustas piernas, la cintura… se zambulló y sintió como el corazón casi se detenía, como sus latidos se ralentizaban amortiguados por el agua, y nadó hasta quedarse sin aliento. Salió y se secó con la manta del caballo. El pelo negro y largo le goteaba sobre las pobladas pestañas. Montó y regresó a casa, sintiendo el cuerpo más calmado, para nada acorde con su mente.

El muchacho acarició el pequeño cilindro de abeto. Era la última pieza de su primer violín, el ánima. No en vano recibía ese nombre pues, aunque en apariencia modesta e insignificante, era la clave de que el sonido fuera absolutamente perfecto en el bello instrumento. Su mano la envolvió cuidadosamente con el pequeño papel donde había estampado su firma: Francesco Stradivarius Cremonensis Faciebat Anno 1701. Su padre había consentido en concederle la firma de aquel violín, que sería para él inolvidable. Perfecto en su ejecución, en su destino, como ningún otro lo sería. Al dorso de la nota había escrito en un inusitado atrevimiento el nombre de su futuro dueño, y la letra era en este punto ligeramente temblorosa, aunque elegante e irreprochable. Lo había escrito sin mirar, bajo el impulso de su sueño más persistente, pero sabía de memoria cada trazo porque lo había escrito mil veces antes. Lako. Cuatro letras maravillosas que encerraban toda su dicha y toda su desgracia. Lo enrolló rápidamente para no manipular en exceso la tinta. Con extraordinaria concentración introdujo la pequeña alma bajo el pie derecho del puente, en el extremo de las cuerdas agudas, y se cercioró de que encajara perfectamente entre la tapa y el fondo. Así era. El cálculo en la medida había sido exacto, y ocupó su lugar completando la obra de arte destinada, lo sabía, a engendrar otras entre sus cuerdas.
Aquella era, entre todas sus tristezas, la mayor: jamás le oiría tocar. Estaba seguro de que sería la experiencia más increíble, si pudiera resistirla.
Al cabo de pocas horas Lako entró bajo el arco del taller. Aquel día lo acompañaba un lacayo a bordo de un carruaje. Francesco estaba solo, pues su padre y su hermano habían salido para seleccionar unos cargamentos de madera. El bello rostro de Lako parecía sombrío, sobre su túnica granate. No obstante sonrió cuando Francesco le presentó el maravilloso violín. Su cara reflejaba asombro y deleite a partes iguales. Sus pequeños dedos rozaron los de él, esbeltos y morenos, suaves para tratarse de un guerrero. Trató en vano de contener un escalofrío, que él por fortuna no percibió. De repente, al verle tan deslumbrante, sentía vergüenza de sus sentimientos. De qué modo un caballero como aquel podría fijarse en un muchacho tan insignificante… y además estaba ella, ella… que ocupaba sus pesadillas noche tras noche. Había visto cómo él la miraba aquel día en el taller y, aunque no fuera ella en absoluto la causa de su infortunio, no quería imaginar que habría alguien en su vida, alguien a quien pudiera poner rostro y voz, y que fuera además tan hermosa. Lako salió por la puerta dándole las gracias una vez más, y subió al pescante del carruaje. Quería conducirlo él mismo, con todo el cuidado, para evitar cualquier posible daño al instrumento. Esto hizo a Francesco amarlo un poco más, si acaso era posible. A los pocos instantes lo vio perderse a lo lejos y, con él, todo el sentido de su existencia.

Llegó a la puerta de los establos y bajó lentamente del carruaje. Por fortuna no habría nadie más en la casa. Los criados se hallaban ocupados con la próxima recepción en su honor, en la cual le despedirían antes de su partida hacia Turín, a una nueva batalla. Su padre se hallaba en el palacio de algún notable de la ciudad, realizando la invitación para el evento. Eran las únicas reuniones que su austero padre se permitía celebrar, a pesar de su vasta riqueza.
Era ya casi de noche. Abrió las ventanas para dejar entrar el aire de los jardines. Sacó el violín del estuche, admirándolo a conciencia. Era hermoso, como ningún otro que hubiera visto. Y había tenido muchos… Era la única concesión que había pedido a su padre, y que éste le había hecho. Nunca vio con muy buenos ojos que su hijo, llamado a ser un gran soldado que hiciera honor a su estirpe, empuñara un arco para arrancar melodías de una caja hueca… sin embargo era un muchacho disciplinado y valiente, y había visto tal decisión en sus ojos al pedírselo que supo que no debía negarse. Lako se encerraba durante horas con el violín en su cuarto. Al principio para sentir la compañía que le faltaba de niño, para huir de los fantasmas sangrantes del campo de batalla una vez que se hizo hombre.
Pulsó las cuerdas, empuñó el ligero arco y empezó a tocar… la música fluía de una forma maravillosa, como si se hallara en el interior del instrumento y sólo hubiera que invitarla a salir. Sonaba como si algún sueño lejano se hubiera hecho sonido, y viniera a rescatarlo y a hablarle de otros mundos donde todo sonaba dulce y perfecto. La armonía lo envolvía poco a poco y perdió la cuenta de las horas, mientras cruzaba su mente un fugaz pensamiento: el muchacho de ojos extraños era un verdadero maestro…

Encerrada en su cuarto desde hacía horas, pudo por fin abrir la ventana. Todos dormían, y a esta hora su madre no irrumpiría enloquecida a cerrar su ventana, temerosa de que una brizna de vida entrara en la habitación y le brindara a su hija las ganas de vivir que había perdido. Su madre tenía miedo. Justificado. Al menos antes lo habría sido. Beatrice era alguien que no se doblegaba fácilmente, pero el peso de las circunstancias había podido con ella. La guerra dejó a su familia en la ruina, a causa de la vergüenza de su padre. Su padre era un hombre tremendamente rico, que había heredado una fortuna amasada durante generaciones. Era un buen mercader, cuyos negocios no eran siempre transparentes… pero, definitivamente, no era un soldado. Jamás había empuñado una espada, y ni siquiera la amenaza de la bancarrota lo había llevado a hacerlo. Su cobardía fue el estigma que destrozó a su familia. Sus negocios quedaron bajo la protección de un mariscal francés de nuevo cuño, Edmondo, que había llegado con la odiada e inevitable ocupación francesa. Era aquello un mal menor, pues necesitaban de su ayuda para salir de esta guerra interminable, pero el orgulloso carácter lombardo nunca aceptaría su presencia, y cualquier invasor aún consentido era al final un enemigo de la patria. Edmondo era un joven apuesto y sin escrúpulos, que había forjado una fortuna utilizando su ejército para escoltar caravanas de mercaderes, que le otorgaban después una jugosa comisión. En el caso de su padre, Edmondo había pedido algo más en pago de sus servicios. La había pedido a ella y su padre, desesperado, había accedido. El honor era una pérdida asumible para sus padres, que de este modo conservaban en parte su posición y su fortuna; pero en el caso de Beatrice sería el océano insalvable que la separaría de Lako para siempre. Aunque hubiera podido resistirse al enlace con Edmondo, aunque éste no la hubiera pretendido, su apellido estaba manchado por la ignomia, y jamás, jamás podría emparentar con la honorable familia de Lako, cuyo papel en la lucha por la patria había sido el más destacado siempre. Desde el momento en que su padre abrió la puerta de su casa a los franceses, ella estaba prisionera en ella sin ningún otro futuro.
Su madre no había sido ningún consuelo. Mujer práctica y avariciosa, casi se sintió feliz cuando supo que Edmondo la pretendía; mejor venderse a uno solo que no a muchos, Beatrice… aunque amargo, con el tiempo esto será un consuelo para ti.
La música entraba por la ventana como todas las noches a aquella hora… Sabía que se trataba de él. Todas las noches, en lugar de palabras, recibía esa música que era su único consuelo, lo único bello y bueno en medio de la locura que la amenazaba cada día. Aquel día era hermosa también, aunque distinta. Estaba teñida de una enorme tristeza y nostalgia, y si bien cada noche lograba distraerla y acercarle un rayo de esperanza, esta vez avivaba la desesperación que la consumía. La melodía le pintaba en trazos negros el paisaje de su futuro, lejos de casa. Le decía que la oyera por última vez, pues allí donde marchaba no podría seguirla. Sintió que el aire de sus pulmones se acabaría si llegaba a escuchar esa última nota. Pensó en el silencio infinito después, que llenaría el resto de su vida. Pensó en el sable de su padre. El sable que un cobarde jamás había podido empuñar por ella. Pero no necesitaba que nadie lo hiciera en su lugar, ella se sentía plenamente capaz de hacerlo por sí misma. Se deslizó en silencio al gran salón, donde la bella y antigua espada reposaba. La descolgó de la repisa. La sacó de la funda. Miró su filo brillante y supo que eso era justo lo que necesitaba para derribar los muros de su prisión. Su cuerpo era su prisión. No le quedaba otra salida. Empuñó el sable contra su fría celda y, sin vacilar, la atravesó.

Después de un rato ya no tuvo ganas de seguir tocando… A pesar de lo mucho que había deseado estrenarlo por fin, sintió que aquella música embrujada que salía de él sólo traía a su mente pensamientos negros. Si la música no lograba liberarlo nada podría hacerlo ya, pensó con tristeza. Lo dejó suavemente sobre la cama y se dispuso a dormir, tremendamente cansado.
La noticia le llegó al día siguiente, cuando bajó a las caballerizas en busca del castaño y escuchó a unos criados hablar. No podía ser que ella estuviera muerta. Zarandeó al criado hasta que éste, aterrado y con la voz entrecortada, le contó cuanto sabía. Dando la vuelta corrió de vuelta a casa, ondeando la negra túnica corta que usaba para montar. Subió las escaleras velozmente y vio al asesino sobre la cama, impasible en el mismo lugar donde había dejado la noche anterior. Gritando con la voz llena de un odio ininteligible blandió su sable de guerra y, con furia desmedida, destrozó el maravilloso violín. Saltaron las cuerdas, perfectamente tensadas, las brillantes incrustaciones de nácar, las astillas de la reluciente madera. Gritó y gritó hasta que hubo destruido hasta el último pedazo de aquella pesadilla. Sólo un pequeño papel voló lejos de aquel destrozo, para posarse suavemente sobre el alféizar de la ventana. Sobre él estaba escrito el nombre de un muchacho soñador de nombre Francesco y una fecha, y al dorso el nombre de su más persistente sueño… de su peor pesadilla… no era como él creía Lako, sino Beatrice. Y aquella tinta, sin saberlo, su vendetta.


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