Los
monstruos cabezones claman que la venganza se les eche encima para calmar su
conciencia. A mi yo práctico le da igual, dice que no les dará el gusto. Tengo
miradas de reojo suficientes para desgastar todos los ja ja ja malignos del
mundo.
iO
Los latidos de
su corazón empezaron a oírse por encima de las voces, como el redoble de un tambor
más y más rápido, hasta un punto que parecía imposible. Al fin despertó
ahogando un grito, con un nombre atravesándole la garganta. Tardó un rato aún
en aplacarse, en concentrarse en respirar, despacio, y en retener a su corazón
que pugnaba por salir de su pecho… lo primero era pensar si el nombre había
llegado a escapar de su boca… después de un rato de angustia, estudiando
cualquier cambio a su alrededor, convino con su intuición en lo que ésta le
decía: nadie había escuchado nada, a excepción de él mismo. El panorama era
exactamente el mismo que cualquier mañana, sus nueve hermanos alrededor,
dormidos en idéntica postura al día anterior, como si lo hicieran dentro de
algún molde invisible. La respiración bronca y sonora en los más mayores, suave
y sibilante la de los más pequeños. Cada uno era tremendamente distinto al
anterior, pese a ser todos hijos del mismo padre; sin embargo todos hubieran
alcanzado un común acuerdo, y a la mayor rapidez, si se hubieran percatado del
objeto de su sueño… se hubieran mofado de él por toda la eternidad, y él no
deseaba semejante cosa desde luego. No era difícil imaginar el calvario de
nueve lenguas alternando sus bromas a todas horas, por no hablar de soportarlas
todas a un tiempo… A veces él mismo estaba en el bando perseguidor, ¿cómo no?, era
normal entre una prole tan numerosa. Sin embargo, hubiera sido aún peor que
supieran porqué soñaba con ella. Mucho peor… Beatrice era una joven popular,
hermosa, … inalcanzable… cualquiera podría soñar con ella. Pero si hubieran
sentido, como él, las manos manchadas de su sangre rodeando su cuello… le
habrían mirado aterrados, condenándole a la soledad de un monstruo. ¿Quién querría
hacerla daño? Ni siquiera él quería, por supuesto… Apenas la conocía, hasta
hacía unas semanas. Sabía quien era, desde luego. La ciudad era pequeña, y los
rumores la recorrían de punta a punta en cuestión de horas. Su trabajo se
hallaba en una zona concurrida de la plaza, y de vez en cuando esos rumores se
colaban entre su impenetrable maraña de pensamientos. También la había visto
fugazmente a bordo de su carruaje, descorriendo las cortinillas como nunca
haría una dama de buena educación. Si algo le había llamado la atención de ella
eran sus ojos precisamente, esos ojos de un verde profundo que parecían devorar
cuanto miraban, como si fueran a verlo por última vez. Y, a juzgar por lo que
decían en la ciudad, bien podía ser cierto dentro de poco. Aún así, él la
conocía por algo más, mucho más trascendente que todo aquello, y a partir de
ahí había memorizado cada detalle de su rostro y de su silueta, con aquella
memoria prodigiosa que poseía. Aquella memoria que le permitía recrearla en sus
sueños hasta la línea más sutil, como sólo era capaz de hacer con otra persona…
y precisamente con aquellos otros ojos la veía desde el momento en que
apareció, por vez primera. Esa misma noche comenzaron las pesadillas. La luna
le despertó mientras aullaba y se retorcía dentro de aquel sueño loco y sin
sentido. Trató de convencerse de que aquello no había estado siquiera en su
mente, y se miraba las manos atemorizado, buscando rastros de culpabilidad que
no existían. Al final del sueño la respiración le faltaba, igual que a ella.
Sentía que se ahogaban al mismo tiempo, ella bajo la presión despiadada de sus
manos sangrientas, él bajo el yugo del horror al expulsar la vida de su
aliento, apretando su cuello delicado… Beatrice,
Beatriceeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee, gritaba entonces desesperado, y sólo
aquello le permitía volver a respirar, y seguir apretando sus manos hasta
arrancarle la vida, para luego despertar… Se incorporó tras asesinar
brutalmente a Beatrice, también aquella noche.
Todavía estaba
bastante oscuro, sus hermanos tardarían en empezar a moverse, a perseguirse, a
pelearse todos con todos, y por fin a prepararse para salir hacia la plaza algunos,
hacia la escuela otros. Por ese motivo le gustaba madrugar, podía disfrutar de
la luna, del canto de los grillos, del rocío de las plantas sólo para él. El
sosiego era un bien precioso en aquella casona, y le permitía visualizar la
tarea del día perfectamente, tanto como después la ejecutaba, abstraído ya de
cualquier ruido de la calle. Era un muchacho tremendamente tranquilo. Su padre
había previsto y dirigido su aprendizaje en la misma maestría que él trabajaba,
y jamás se había opuesto en lo más mínimo; adoraba su trabajo, y toda la pasión
que albergaba su ser paciente la volcaba en la construcción de los violines.
…Quizá decir construcción era aún un poco pretencioso. En realidad hasta entonces
se había ocupado casi siempre de la reparación de piezas dañadas, o de afinar
los magníficos instrumentos fabricados por su padre, tarea para la cual estaba
dotado de un talento especial. Sin embargo, él se sabía perfectamente capaz de
emular a su admirado padre, puede que incluso de superarle, aunque imaginar
esto último le hiciera tragar saliva pensando en su atrevimiento.
El sueño ocupaba
un lugar cada vez más recóndito en su mente. Dio un nuevo mordisco a la manzana
que había cogido en la despensa, y siguió contando los pasos que restaban hasta
llegar al taller; lo hacía a diario, le servía para acercarse, también con la
mente, al lugar donde hacía lo que mejor sabía. Y aquel día era muy importante,
muchísimo. Iba a firmar su primer violín. Y, aquello en que llevaba semanas
pensando… iba a entregárselo a la persona que más había amado en la vida.
Dobló la esquina
de la torre y sintió el silencio que envolvía, como un aura invisible, aquella
arcada de San Domenico donde pasaba casi todas sus horas, entregado a la
creación de un arte tan exquisito que hubiera sido un menosprecio llamarlo
trabajo. Así pensaba también su padre, que sabiamente le había enseñado no sólo
a sentir con las manos toda la vida de un instrumento, desde el árbol elegido
para que naciera, sino también la dicha de ocupar su tiempo en algo que le
satisfacía tan profundamente. Era muy afortunado, se dijo también aquel día...
Pero desde hacía un tiempo era también muy desgraciado… Su naturaleza serena
nunca había estado expuesta a contradicciones como aquella. Antes sabía lo que
era bueno, lo que le hacía feliz, y ambas cosas eran una sola muy fácil de
conseguir. Tan sólo debía seguir los consejos de su padre para desarrollar todo
su arte, a la vez que la fuerza de su intuición. Ahora la fuerza de su
intuición le mandaba mensajes brillantes, inequívocos… pero no podía
escucharla. No creía en modo alguno que los mensajes estuvieran confundidos, lo
invadían fundiéndose con él como sólo podía hacerlo la mayor de las certezas.
Pero tal certeza no era válida en su vida. Por alguna razón que no dependía de
él, como tampoco dependía su talento, o el azul transparente de sus ojos, o sus
manos ágiles de dedos pequeños y sensibles.
Entró en la
estancia oscura, que empezaba a iluminar el sol por el rincón donde descansaban
las piezas de marfil y nácar, haciéndolas brillar. Colgó la capa y se quedó en
mangas de camisa, aunque el verano tampoco era aquel año muy caluroso. Sabía
que al poco de empezar su faena tendría calor. Desató el cordón que cerraba el
cuello de su blusa, dejándolo abierto, y enrolló las mangas hasta el codo. Se
colocó el delantal negro de cuero y recogió su pelo en una cinta. Se dirigió
despacio hasta el banco donde descansaba su más preciado objeto, el más
preciado sin duda porque no iba a ser suyo, sino de alguien que le importaba
mucho más. Quería admirarlo desde diferentes ángulos mientras se acercaba, y
constató que desde todos ellos se veía igual de hermoso. Brillante,
proporcionado, lleno de vida. Lleno de notas. Delicado y decidido, como el
sonido que emergía de su interior… como su futuro propietario.
Mirándolo
recordó como todo había empezado…
Hacía varias
semanas habían desmontado dos hombres frente al taller, un joven moreno y
apuesto, de ojos negros, profundos y algo rasgados, y una réplica del anterior,
de más edad y no tan apuesto sin duda. El joven se dirigió a él en tono suave y
cortés, preguntando por el maestro artesano. Fue de inmediato en su busca. El
muchacho regresó acompañado de su padre, que saludó respetuosamente a los dos
caballeros. Observó no exento de curiosidad que éstos le devolvían el saludo
con la misma ceremonia, especialmente el más joven. No dejaba de ser
sorprendente que dos caballeros importantes demostrasen tal cortesía hacia un
sencillo artesano, pero la fama de su padre hacía de esta conducta algo
corriente.
El hombre joven
comenzó a hablar con el artesano, explicándole su encargo. A medida que lo
hacía su energía comenzó a irradiar poderosamente, como un manto cálido, y el
muchacho escuchaba anonadado sus precisas indicaciones, propias de una persona
con un gran sentido estético y profundo conocimiento de la música. Le
sorprendió gratamente al principio. Le enamoró desesperada y dolorosamente
después.
El carraspeo
impaciente del hombre mayor le hizo apartar la vista, pero no iba dirigido a
él. Simplemente parecía algo incómodo por el detalle con que su hijo se
explicaba, y sus miradas se dirigían insistentemente hacia la calle, revelando
su deseo de marcharse. Al final, joven y anciano se despidieron cordialmente y
enfilaron hacia el arco que daba a la calle. Cuando daba media vuelta para
salir, los ojos del joven moreno se toparon con los suyos, mirándole con curiosidad.
Haciéndole un leve gesto de saludo se dirigió a su caballo y montó, perdiéndose
entre el polvo. Sabía porqué había fijado su mirada en él, y no sintió
esperanza alguna; había heredado el extraño color azul de los ojos de su madre,
y todos los desconocidos no podían por menos que detenerse en ellos. Los cerró
pensando que, aunque hubiese sido distinto el motivo, seguiría sin haber
esperanza alguna…
Ada entró en la
penumbra del cuarto para elevar la persiana. Cuando era pequeña le molestaba
profundamente aquel momento, odiaba que la despertasen de su bienamado sueño, y
su intratable temperamento se rebelaba pataleando con la cabeza bajo las
sábanas. Pero aquel día Beatrice estaba despierta, y aquellos días de rebelión
habían quedado muy lejos. Dio media vuelta para no mirar el día, al que no veía
diferencia con la noche desde hacía tiempo, pero sabía que no podría dormir aunque
hubiera querido. A pesar de ello se encontraba cansada. Las horas vacías
cansaban, más que ninguna otra cosa en el mundo, y ahora Beatrice lo sabía. En
su vida acomodada nunca había tenido demasiadas obligaciones, pero sí la
ocasión de decidir la manera de emplear su ocio como más le placiese. Ahora la
vida se había convertido en supervivencia, despojándose de su belleza y su diversión,
que parecían un falso y arrugado envoltorio que alguien le hubiera arrancado de
repente. La supervivencia era todo lo que parecía importar, desde hacía un
tiempo. Desde que otros, unos reyes lejanos cuyo nombre apenas sabía
pronunciar, habían decidido plantar sus banderas en su tierra. ¡Qué absurdo le
parecía! ¿Acaso no seguía después siendo la misma tierra, la misma gente? Pero,
ah… el dinero… Ahora comprendía su importancia, y que su presencia no sólo
podía acomodar una vida, como había hecho con la suya, sino también destruirla,
como estaba a punto de hacer…
Se preguntó cómo
haría para borrar su mustia expresión antes de levantarse, no podría soportar
que sus padres la viesen así, ni las continuas acusaciones de su madre haciéndola
ver que ella sería afortunada, la única afortunada, porque podría salir de
aquella ruina inerte gracias al sacrificio de su familia. Porque podría
marcharse a una corte culta y refinada, lejos de allí. Y nadie hablaba de su
propio sacrificio. ¿A quién podía parecerle semejante cosa desposarse con un
hombre culto, poderoso, y sumamente rico? Suspiró. Tan rico como astuto, pensó
con odio. Sintió una enorme repugnancia al imaginar cómo había él tramado su
plan, poniendo una marca en su nombre, como se hacía en los mapas de guerra
sobre las cimas a conquistar. Eso sería Beatrice, un trofeo más en la cuenta de
aquel hombre… y jamás podría regresar a su familia. También eso lo había
calculado. Y aquí le odió más que nunca: cuando los vientos cambiaran, y
cambiarían, la familia de Beatrice sería repudiada en su ciudad por haberse
vendido al enemigo. No lo harían de inmediato, abiertamente, ahora la situación
era demasiado incierta y convulsa, pero la sangre mediterránea no olvidaba, y
cuando llegara el momento aislarían a sus padres hasta borrar su linaje, su
apellido, y su recuerdo de la faz de aquella tierra.
Ya murmuraban
cuando veían pasar su carruaje. Se sentía molesta, pero callaba. Era su madre
quien había decidido tras ello, en su estúpido orgullo, recluirla en casa para evitar
los desplantes. ¡Cómo si éstos fueran a cesar! Tampoco nadie acudía ya a las
recepciones de su palacio, y aunque lo cierto es que era un alivio para la
maltrecha economía de su familia, su vida transcurría monótona y aburrida.
Su pensamiento
volvió de nuevo al último día que había salido a la calle, hacía ya varias
semanas. Había bajado del carruaje, contra la prohibición expresa de su madre,
en medio de la plaza, pero sabía que el cochero no la delataría, así que
contaba con media hora de libertad. Al poco las miradas empezaron a
perseguirla, con tal intensidad que pensó si no habría sido una equivocación
salir, y caminando un poco más se refugió en el lugar que le pareció más
tranquilo, un lugar en el cual no había estado nunca antes. Le llamó la atención
el silencio, a pesar de la intensa actividad que se adivinaba. Era el taller
del maestro, se dijo al ver los violines colgados de las paredes. Nunca lo
hubiera imaginado así. A juzgar por su fama imaginaba un hombre rico, con
decenas de criados que trabajaban para él. Sin embargo, en el interior sólo se
hallaban, además del propio maestro, dos esbeltos muchachos que trabajaban
atentamente. Uno de ellos, muy joven, elevó sus extraños ojos azules hacia ella
y la miró turbado durante un momento, quizás demasiado largo, no sabría decir
si con la admiración que acostumbraba a despertar, o con una especie de
supersticioso temor; después él desvió la vista disimuladamente hacia un cuarto
ocupante en el que ella no había reparado antes, y al seguir la dirección de la
mirada azul se encontró con unos ojos negros y penetrantes que la miraban
directamente, y esta vez no había dudas de qué reflejaban… Se irguió orgullosa
como la habían enseñado a hacer desde muy niña, como un pavo real que enseñara
el esplendor de su plumaje, pero al instante fue consciente de que aquella ya
no era la actitud conveniente para una muchacha prometida, y volvió su pose
natural con una ligera desilusión. De todos modos, al hombre de ojos negros
pareció no afectarle este cambio. Seguía mirándola con una fuerza que no sabía
describir, pues no era exigente ni arrogante, pero la hubiera lanzado a sus
brazos sin necesidad de una palabra. Sintió como de repente le costaba respirar,
y hubo de concentrar toda su consciencia en sus pies, para detener la escena
que ya imaginaba. Él pareció percatarse del esfuerzo y la inquietud de ella y,
misericordiosamente, apartó la vista. Ahora parecía muy interesado en las
respuestas del “muchacho ojos azules” sobre el violín que éste barnizaba con
manos expertas y cuidadosas. Pese a su juventud habían de serlo, calculó ella,
pues al desengancharse de la negra atracción de aquella mirada se fijó en que
otros ojos, claros y exóticos, habían seguido la escena con agónica atención,
pero sin vacilar en su trabajo.
Allí la había
visto por primera vez. Supo que se llamaba Beatrice cuando el lacayo acudió a
buscarla, preocupado. Los dos lo habían sabido, y Lako la había seguido sin
apartar los ojos hasta que ella se perdió de vista. Después volvió a la
conversación en el punto donde la había dejado: “Magnífico, Francesco, va a ser
un violín muy hermoso… justo lo que quería. Volveré pronto para llevármelo y
pagar el resto del trabajo a tu padre”. Esta vez fue él quien dejó sus sueños
viajar a bordo de su mirada en pos de Lako, cuando éste montó en su caballo
castaño para marcharse. Y lo vio hasta mucho, mucho después de que él fuera
sólo un punto en el horizonte.
Dejó al caballo
sudoroso al cuidado del criado en las cuadras. Lo acarició y se dirigió al
edificio principal del palacio, cruzando el patio. La casa era muy grande,
demasiado para dos hombres solos; uno de ellos casi un anciano, y él tanto
tiempo fuera en batallas sin sentido. Todas le parecían la misma. No era
cobarde. La valentía se la habían enseñado junto con los juegos, con las
primeras palabras, y se había forjado atravesando hombres que le atacaban con
tan poco sentido como él a ellos. Eso era la guerra, una confusión terrible de
la que uno salía mutilado o muerto sin saber nunca por qué en realidad. Quizá
por eso amaba tanto el silencio. Su padre hablaba mucho, pero con el tiempo se
le notaba más cansado, y reservaba esos ataques de locuacidad de cara a la
galería, para mostrar a los demás, y así a sí mismo, que era el de siempre a
pesar de las canas, y de andar cada vez más encorvado. Su padre… Qué orgulloso
era aún, sin embargo. Ése era el vínculo que los mantenía tan unidos, tal vez
el único, pues eran en lo demás diametralmente distintos. Pero su éxito como
soldado había satisfecho siempre las expectativas del anciano, y en su familia
aquel éxito era todo. Su padre había vivido para su patria, Lombardía. Por ella
había sacrificado sus sueños, si los tuvo alguna vez, y su familia, que apenas
le conocía. Sin embargo era querido y respetado en la región a pesar de su fama
de jactancioso. El honor era la única norma por la cual se regía, y de ella
derivaban todas las demás que conducían su vida y, por extensión, la vida de
Lako.
Se sentía muy
cansado. Su forma física era envidiable, como correspondía a un buen soldado,
pero sus pensamientos le agobiaban, y le agotaban. Había cabalgado muy deprisa
aquella tarde, al salir del taller del anciano Antonio en la plaza. Había
llegado hasta los densos bosques del norte de la región y allí se había
detenido a pensar… como si alejarse de la realidad pudiera acaso cambiarla en
algo… El honor, el maldito honor era una vez más el culpable de todo. Le había
alejado de su padre, siempre ausente, pero ahí no era él quien decidía. Ahora
era él el protagonista de aquel drama, y no sabía hacia donde dirigir la pluma
para escribirlo. Beatrice era la única palabra que escribía mentalmente, en
medio de un gran espacio en blanco que no sabía rellenar. Si el honor era un
culpable, el deshonor era el otro. Enfrentados, como en un círculo, daban
vueltas alrededor de él sin acercarse nunca. Todo se diluía más allá de aquella
línea, que marcaba un precipicio insalvable para ambos.
Ató su caballo,
al que llevaba de la brida, a un robusto abeto del bosque desierto y,
desnudándose, se metió en el río. El agua helada le cubrió los pies descalzos,
las robustas piernas, la cintura… se zambulló y sintió como el corazón casi se
detenía, como sus latidos se ralentizaban amortiguados por el agua, y nadó
hasta quedarse sin aliento. Salió y se secó con la manta del caballo. El pelo
negro y largo le goteaba sobre las pobladas pestañas. Montó y regresó a casa,
sintiendo el cuerpo más calmado, para nada acorde con su mente.
El muchacho
acarició el pequeño cilindro de abeto. Era la última pieza de su primer violín,
el ánima. No en vano recibía ese nombre pues, aunque en apariencia modesta e
insignificante, era la clave de que el sonido fuera absolutamente perfecto en
el bello instrumento. Su mano la envolvió cuidadosamente con el pequeño papel
donde había estampado su firma: Francesco Stradivarius Cremonensis Faciebat
Anno 1701. Su padre había consentido en concederle la firma de aquel violín,
que sería para él inolvidable. Perfecto en su ejecución, en su destino, como
ningún otro lo sería. Al dorso de la nota había escrito en un inusitado
atrevimiento el nombre de su futuro dueño, y la letra era en este punto
ligeramente temblorosa, aunque elegante e irreprochable. Lo había escrito sin
mirar, bajo el impulso de su sueño más persistente, pero sabía de memoria cada
trazo porque lo había escrito mil veces antes. Lako. Cuatro letras maravillosas
que encerraban toda su dicha y toda su desgracia. Lo enrolló rápidamente para
no manipular en exceso la tinta. Con extraordinaria concentración introdujo la
pequeña alma bajo el pie derecho del puente, en el extremo de las cuerdas
agudas, y se cercioró de que encajara perfectamente entre la tapa y el fondo.
Así era. El cálculo en la medida había sido exacto, y ocupó su lugar
completando la obra de arte destinada, lo sabía, a engendrar otras entre sus
cuerdas.
Aquella era,
entre todas sus tristezas, la mayor: jamás le oiría tocar. Estaba seguro de que
sería la experiencia más increíble, si pudiera resistirla.
Al cabo de pocas
horas Lako entró bajo el arco del taller. Aquel día lo acompañaba un lacayo a
bordo de un carruaje. Francesco estaba solo, pues su padre y su hermano habían
salido para seleccionar unos cargamentos de madera. El bello rostro de Lako
parecía sombrío, sobre su túnica granate. No obstante sonrió cuando Francesco
le presentó el maravilloso violín. Su cara reflejaba asombro y deleite a partes
iguales. Sus pequeños dedos rozaron los de él, esbeltos y morenos, suaves para
tratarse de un guerrero. Trató en vano de contener un escalofrío, que él por
fortuna no percibió. De repente, al verle tan deslumbrante, sentía vergüenza de
sus sentimientos. De qué modo un caballero como aquel podría fijarse en un
muchacho tan insignificante… y además estaba ella, ella… que ocupaba sus
pesadillas noche tras noche. Había visto cómo él la miraba aquel día en el
taller y, aunque no fuera ella en absoluto la causa de su infortunio, no quería
imaginar que habría alguien en su vida, alguien a quien pudiera poner rostro y
voz, y que fuera además tan hermosa. Lako salió por la puerta dándole las
gracias una vez más, y subió al pescante del carruaje. Quería conducirlo él
mismo, con todo el cuidado, para evitar cualquier posible daño al instrumento.
Esto hizo a Francesco amarlo un poco más, si acaso era posible. A los pocos
instantes lo vio perderse a lo lejos y, con él, todo el sentido de su
existencia.
Llegó a la
puerta de los establos y bajó lentamente del carruaje. Por fortuna no habría
nadie más en la casa. Los criados se hallaban ocupados con la próxima recepción
en su honor, en la cual le despedirían antes de su partida hacia Turín, a una
nueva batalla. Su padre se hallaba en el palacio de algún notable de la ciudad,
realizando la invitación para el evento. Eran las únicas reuniones que su
austero padre se permitía celebrar, a pesar de su vasta riqueza.
Era ya casi de
noche. Abrió las ventanas para dejar entrar el aire de los jardines. Sacó el
violín del estuche, admirándolo a conciencia. Era hermoso, como ningún otro que
hubiera visto. Y había tenido muchos… Era la única concesión que había pedido a
su padre, y que éste le había hecho. Nunca vio con muy buenos ojos que su hijo,
llamado a ser un gran soldado que hiciera honor a su estirpe, empuñara un arco
para arrancar melodías de una caja hueca… sin embargo era un muchacho disciplinado
y valiente, y había visto tal decisión en sus ojos al pedírselo que supo que no
debía negarse. Lako se encerraba durante horas con el violín en su cuarto. Al
principio para sentir la compañía que le faltaba de niño, para huir de los
fantasmas sangrantes del campo de batalla una vez que se hizo hombre.
Pulsó las
cuerdas, empuñó el ligero arco y empezó a tocar… la música fluía de una forma
maravillosa, como si se hallara en el interior del instrumento y sólo hubiera
que invitarla a salir. Sonaba como si algún sueño lejano se hubiera hecho
sonido, y viniera a rescatarlo y a hablarle de otros mundos donde todo sonaba
dulce y perfecto. La armonía lo envolvía poco a poco y perdió la cuenta de las
horas, mientras cruzaba su mente un fugaz pensamiento: el muchacho de ojos
extraños era un verdadero maestro…
Encerrada en su
cuarto desde hacía horas, pudo por fin abrir la ventana. Todos dormían, y a
esta hora su madre no irrumpiría enloquecida a cerrar su ventana, temerosa de
que una brizna de vida entrara en la habitación y le brindara a su hija las
ganas de vivir que había perdido. Su madre tenía miedo. Justificado. Al menos
antes lo habría sido. Beatrice era alguien que no se doblegaba fácilmente, pero
el peso de las circunstancias había podido con ella. La guerra dejó a su
familia en la ruina, a causa de la vergüenza de su padre. Su padre era un
hombre tremendamente rico, que había heredado una fortuna amasada durante
generaciones. Era un buen mercader, cuyos negocios no eran siempre
transparentes… pero, definitivamente, no era un soldado. Jamás había empuñado
una espada, y ni siquiera la amenaza de la bancarrota lo había llevado a
hacerlo. Su cobardía fue el estigma que destrozó a su familia. Sus negocios
quedaron bajo la protección de un mariscal francés de nuevo cuño, Edmondo, que
había llegado con la odiada e inevitable ocupación francesa. Era aquello un mal
menor, pues necesitaban de su ayuda para salir de esta guerra interminable,
pero el orgulloso carácter lombardo nunca aceptaría su presencia, y cualquier
invasor aún consentido era al final un enemigo de la patria. Edmondo era un
joven apuesto y sin escrúpulos, que había forjado una fortuna utilizando su
ejército para escoltar caravanas de mercaderes, que le otorgaban después una
jugosa comisión. En el caso de su padre, Edmondo había pedido algo más en pago
de sus servicios. La había pedido a ella y su padre, desesperado, había
accedido. El honor era una pérdida asumible para sus padres, que de este modo
conservaban en parte su posición y su fortuna; pero en el caso de Beatrice sería
el océano insalvable que la separaría de Lako para siempre. Aunque hubiera
podido resistirse al enlace con Edmondo, aunque éste no la hubiera pretendido,
su apellido estaba manchado por la ignomia, y jamás, jamás podría emparentar
con la honorable familia de Lako, cuyo papel en la lucha por la patria había
sido el más destacado siempre. Desde el momento en que su padre abrió la puerta
de su casa a los franceses, ella estaba prisionera en ella sin ningún otro
futuro.
Su madre no
había sido ningún consuelo. Mujer práctica y avariciosa, casi se sintió feliz
cuando supo que Edmondo la pretendía; mejor venderse a uno solo que no a
muchos, Beatrice… aunque amargo, con el tiempo esto será un consuelo para ti.
La música
entraba por la ventana como todas las noches a aquella hora… Sabía que se
trataba de él. Todas las noches, en lugar de palabras, recibía esa música que
era su único consuelo, lo único bello y bueno en medio de la locura que la
amenazaba cada día. Aquel día era hermosa también, aunque distinta. Estaba
teñida de una enorme tristeza y nostalgia, y si bien cada noche lograba
distraerla y acercarle un rayo de esperanza, esta vez avivaba la desesperación
que la consumía. La melodía le pintaba en trazos negros el paisaje de su futuro,
lejos de casa. Le decía que la oyera por última vez, pues allí donde marchaba
no podría seguirla. Sintió que el aire de sus pulmones se acabaría si llegaba a
escuchar esa última nota. Pensó en el silencio infinito después, que llenaría
el resto de su vida. Pensó en el sable de su padre. El sable que un cobarde
jamás había podido empuñar por ella. Pero no necesitaba que nadie lo hiciera en
su lugar, ella se sentía plenamente capaz de hacerlo por sí misma. Se deslizó
en silencio al gran salón, donde la bella y antigua espada reposaba. La
descolgó de la repisa. La sacó de la funda. Miró su filo brillante y supo que
eso era justo lo que necesitaba para derribar los muros de su prisión. Su
cuerpo era su prisión. No le quedaba otra salida. Empuñó el sable contra su
fría celda y, sin vacilar, la atravesó.
Después de un
rato ya no tuvo ganas de seguir tocando… A pesar de lo mucho que había deseado
estrenarlo por fin, sintió que aquella música embrujada que salía de él sólo
traía a su mente pensamientos negros. Si la música no lograba liberarlo nada
podría hacerlo ya, pensó con tristeza. Lo dejó suavemente sobre la cama y se
dispuso a dormir, tremendamente cansado.
La noticia le
llegó al día siguiente, cuando bajó a las caballerizas en busca del castaño y
escuchó a unos criados hablar. No podía ser que ella estuviera muerta. Zarandeó
al criado hasta que éste, aterrado y con la voz entrecortada, le contó cuanto
sabía. Dando la vuelta corrió de vuelta a casa, ondeando la negra túnica corta
que usaba para montar. Subió las escaleras velozmente y vio al asesino sobre la
cama, impasible en el mismo lugar donde había dejado la noche anterior.
Gritando con la voz llena de un odio ininteligible blandió su sable de guerra
y, con furia desmedida, destrozó el maravilloso violín. Saltaron las cuerdas,
perfectamente tensadas, las brillantes incrustaciones de nácar, las astillas de
la reluciente madera. Gritó y gritó hasta que hubo destruido hasta el último
pedazo de aquella pesadilla. Sólo un pequeño papel voló lejos de aquel destrozo,
para posarse suavemente sobre el alféizar de la ventana. Sobre él estaba
escrito el nombre de un muchacho soñador de nombre Francesco y una fecha, y al
dorso el nombre de su más persistente sueño… de su peor pesadilla… no era como
él creía Lako, sino Beatrice. Y aquella tinta, sin saberlo, su vendetta.
)(
2 comentarios:
Esta historia me ha llenado mucho más que la anterior. Y no es que la entrada de la limonada no me haya gustado, son diferentes. La anterior es algo fresco, divertido y que es difícil no sonreír ante una situación tan cómica y típica en estos tiempos.
Pero éste relato del violín en torno al cual se tejen tres historias entrelazadas en cierto modo, descritas con tantos detalles y con tanta o más delicadeza que el propio violín te deja una sensación de plenitud.
Historias de amores imposibles o que no siéndolo el entorno lo hace o quiere que así sea.
Una muerte que desgarra a muchos, bien por un dolor insoportable como es el amar alguien en silencio, bien porque se va al traste los planes interesados de otros que desde luego resultan despreciables, bien porque al mismo tiempo que uno no lo quería, por otra parte, al mismo tiempo puede resultar un alivio a la envidia de no ser correspondido.
Tener sentimientos contradictorios traen consigo una carga difícil de llevar. Sí, sentir algo no correspondido es latoso, agota. Pero sentir alegría por una parte y tristeza o remordimiento por otra, tampoco creo que sea fácil.
De los 3 personajes, son los dos chicos, Lako y Francesco los que más curiosidad me generan por saber más. Francesco por esos ojos azules, penetrantes, y por ser un hombre distinto, delicado, en el sentido de mostrar tanta pasión por su trabajo como es el de crear piezas únicas.
Y Lako por lo mismo, soldado por imposición pero que imaginando con qué ilusión, tacto, describe el violín de sus sueños... sientes que una conversación tanto con él como con Francesco podrían durar horas.
Qué contenta finaliza mi tarde de domingo habiendo disfrutado tanto de estas entradas.
Si es que a pesar de las obligaciones, siempre tengo que recordarme que un ratito para mi, para lo que me gusta es lo que necesito para continuar con más ánimo y menos hastío.
Un abrazo
Un placer verte de nuevo por aquí, Pixel!!
Me parece preciosa la manera en que has tratado a las personas de la historia. Cuando la he repasado, tras tu comentario, también yo me sentía aún más cerca de ellos. Es verdad que yo los he creado, pero una vez que éso sucede dejan de ser míos y existen, o no, por sí mismos, y lecturas como la tuya les dan vida. No creo que haya nada más bonito para una historia que una mirada así.
La verdad es que esta historia, una vez más, salió tan del tirón, que tengo la sensación de, simplemente, haber abierto la cortina a este blog a unos seres que, quién sabe dónde, ya existían. También a mí me gustaría a veces interrogarles, observarles, interactuar más allá de lo que cuento...pero a veces me siento sólo una simple observadora que describe lo que ve, como quien asiste de forma secreta a una escena. Es una sensación increíble poder ver y sentir todo lo que te rodea, tan real en ese momento como la vida misma, y tratar de hacerlo llegar con sus detalles a alguien más dispuesto a saber. Quizá es una especie de magia momentánea, que alcanza su sentido cada vez que alguien puede contemplar "lo mismo" que yo, con sus propios matices que enriquecen la historia, por supuesto.
Creo que estos personajes y yo misma dejamos un poso mutuo en nuestras respectivas vidas que siempre permanece, de alguna manera.
Es cierto que en esta historia hay cometas lanzados en direcciones condenadas a no encontrarse nunca... a veces ocurre, y sólo se puede asistir a ese hermoso espectáculo, con tanta emoción como tristeza. Hay cosas que, por algún motivo, no estamos hechos para vivir, sólo para contemplar. Los talantes apasionados somos poco dados a aceptar estas situaciones, pero...
Muchas gracias por impregnar de ti y tu emoción esta entrada.
Un gran abrazo, y hasta pronto.
Publicar un comentario