28 marzo 2011

Olor a tierra mojada

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Los días habían pasado con una lentitud desesperante…” casi no llegué a tiempo para despedirme”, ese era el último recuerdo que tenía. Si convocaba su imagen sólo acudían un intercambio de palabras demasiado rápido y algo trivial, ninguno sabía muy bien qué decir; ni siquiera la visión de su recuerdo era nítida, captaba el movimiento que ya se estaba produciendo en ella, aún antes de que diera media vuelta para irse… una vez que la mente se ha marchado sólo queda una sonrisa distraída para quien te despide, y el deseo de bajar el telón para dar fin a aquella escena. Ella no pudo decir que deseaba quedarse, que lo echaría de menos cada día, que separados no sería lo mismo… no podía responder a todo aquello, y aquellas frases tan sentidas apenas rasgaban el crujiente papel que envolvía la emoción de su viaje, creando una vaga y lejana culpa al no sentir lo mismo que escuchaba. Él apenas llegó a tiempo para despedirse, después de agrias discusiones con sus padres, y al final todas las palabras se le quedaron dentro… o al menos las que hubieran tenido el poder de retenerla, aún sin quedarse. Ella se había ido y no llevaba consigo nada de él, nada lo bastante fuerte para seguirla hasta su destino. Y él lo sabía. Lo había sabido con la primera postal, alegre y despreocupada. El tiempo pasaba allí el doble de rápido, estaba seguro.
Pero lento o rápido, al final los dos relojes se habían puesto de acuerdo, y ella estaba de vuelta. La emoción volvió absurdos todos sus temores de repente. El sol lucía entonces en la calle, y aquella tarde iban a verse de nuevo. ¿Qué más podía importar? Miró su calendario lleno de cruces rojas, como el trofeo de la paciencia. Era absolutamente imposible que semejante abnegación no recibiera su recompensa. Estaba seguro de que, aún tan lejos, ella sabía cada minuto que le había dedicado en su pensamiento, cada sonrisa que se le escapaba cuando imaginaba sus ojos, la seguridad de que nada podría quebrar la unión que construyeron aquellas conversaciones de madrugada que nadie más comprendía… Salió a la calle tan nervioso como animado. El cielo estaba demasiado oscuro para aquella hora de la tarde, pero era normal, se tranquilizó, el verano ya estaba terminando. Un viento demasiado frío se levantó de repente, barriendo contra sus pies las primeras hojas caídas de los árboles. Tras la quietud del largo verano, todo parecía moverse al mismo tiempo. Intentó no dejar paso a la preocupación que le acechaba, como un mal presentimiento.
Al final dobló la esquina. El grupo bullicioso resultaba inconfundible en medio del parque, pero sus ojos veían a una sola persona. En la cara de ella surgían sonrisas y expresiones que no reconocía, que pertenecían a otro viento, y a otra luz. Después de un rato le miró, le sonrió ampliamente con la sonrisa “de los demás”, en lugar de aquella que sólo él conocía. Tras un breve instante, regresó al rostro de su anterior destinatario. Un rayo resquebrajó el cielo partiéndolo en dos, y sintió como uno de ellos quedaba irremediablemente a cada lado. Estalló la tormenta. A medida que se acercaba a ella percibía con más fuerza un olor nuevo y amenazante, el de la tierra mojada. Aquel que sólo surgía con la primera tormenta cuando la tierra, seca tras el eterno verano, absorvía con ansia el agua que caía sobre ella, sin dejar una gota en la superficie, y entregaba a cambio el olor voluptuoso que ya no se repetía con las siguientes lluvias. Aquel era el olor de los nuevos secretos que ya no compartías conmigo. El olor amenazante de algo nuevo, de algo que había cambiado dejándome atrás. El viento húmedo del cambio se estaba llevando algo, algo que pareció que siempre perduraría, que nadie podría cambiar. Pero al igual que el verano, también había terminado ese día. Un viento fuerte y oscuro se coló por su espalda, y las primeras gotas heladas empezaron a caer.
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21 marzo 2011

Ligero

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Suéltame. Ya desperté de la pesadilla. El mundo se había convertido, no podría decir cuándo, en un lugar muy pequeño. El aire se había vuelto muy pesado dentro del pecho; respirarlo pedía un esfuerzo terrible, imposible, como mover una máquina de muchas toneladas, tanto, que deseé dejar de respirar. ¿Por qué a veces cuesta tanto despegar los pies del suelo, aún para dar un solo paso, muy pequeño…? ¿Acaso la gravidez del cuerpo no es siempre la misma?
Claro que no.
Suéltame. No me importa lo que digas, porque tu voz se queda cada vez más lejos de mis oídos. Tus argumentos se ven desde aquí arriba más y más pequeños… cada vez más insignificantes. Me llamas por mi nombre, me haces trampas como siempre, con tus crueles y patéticas advertencias. Lejos de aquí todo es grande, me dices, y tú pequeña. No lo conseguirás. Caerás en miles de pedazos que ni el más experto artesano, ni el transcurso de muchas vidas podrán arreglar.
¿Qué sabes tú de lo que es la fuerza, maldita ignorante? Aunque cayera, mil veces más podría levantarme porque estoy hecha para volar. No hay un camino, no puedes engañarme al señalarlo como el bueno, como el correcto, como el único que vale. El camino es la corriente que me lleva y, según cambia, cambia mi rumbo sin desviarme ni un ápice de mi destino… porque el destino son cambios y tú nunca lo podrás comprender.
Ahora sé bien que el final de Ícaro fue una historia inventada sólo para mantenernos lejos del cielo. Hay que subir, subir bien alto, saltar a otra capa de la atmósfera donde no se respiren los gases tóxicos del miedo.
En contra de lo que nos contaron, volar no fue nunca una quimera. Sólo hay que ser más ligero que lo que te rodea. Más ligero que la pereza, que los prejuicios, que la falta de fe, que el desamor por uno mismo. Callar la voz de la culpa, de la cobardía, la que nos ha dicho siempre cuál debe ser nuestro tamaño en el mundo, y el de nuestros deseos… y que al final suena como nuestra propia voz y nos ahoga cuando sale por nuestra garganta.

Las voces han desaparecido y ahora la música está dentro de tu cabeza, sólo aquella que tú quieres escuchar. Los pies se mueven relajados, bañados por el sol. Cuelgan del vacío mientras te sientas en el borde de tu ventana. Se mueven a la par que el mundo en un infinito perfecto. El tiempo no es una línea, sino un horizonte de 360 grados que nos rodea sonriente para darnos la bienvenida. Saboreas ese momento, sabes que es muy importante, porque es el primero en todos tus años de vida en el cual vas a ser verdaderamente tú, todo lo que tú has elegido ser. Lo saboreas con una gran sonrisa. La conciencia de ese momento se queda brillando intensamente, pulida por todas las emociones que encuentra en tu interior, la tristeza, la amargura de los momentos tan difíciles, la esperanza, y al final la alegría de una buena decisión.
Ha llegado el momento de elegir tu cielo. Para mí es fácil: el mío es un cielo nocturno que huele a jazmín, y en el que cuelga gigantesca una luna de agosto tremendamente brillante, como si nadie fuera a arrebatarle nunca el gran pedazo de oscuridad que ocupa.
Salto y me alegra que estés aquí. Y que me digas que soy ligera cuando estoy sobre ti también. Ya sabes porqué es. Porque a tu lado mi corazón no pesa. Porque a tu lado es LIGERO.
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07 marzo 2011

Maschera

l'anima scappa via per gli occhi..
la maschera è diventata pelle, però ci vuole di più per non lasciare traccie, nessun buco per non essere al fuori..
in bocca, le parole sfuggono, si spandono come echi, senza pretese..
l'aria si carica di quello invisibile..
e te mi respiri senza saperne niente..
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Fijó en el león alado su mirada sombría. Era en verdad extraordinario, imponente sobre su columna, pero no le resultaba simpático. Allí estaba, guardando la ciudad desde hacía siglos… y por eso precisamente no le gustaba, le recordaba a su captor. Su rostro pétreo, vigilante, se limitaba a ver pasar el tiempo sin mostrar signo de emoción alguna, mientras ella cada vez era un hervidero mayor de ellas. Esto era lo que más la humilló durante mucho tiempo. Había mostrado ante él todo el repertorio de lo que se creía capaz de sentir… ira, impotencia, desprecio, conciliación, rencor, melancolía… y él seguía entre tanto con aquella máscara maldita que no cambiaba jamás. Había llegado a odiarse a si misma, pensando que se rebajaba ante él mostrando aquellas emociones, que aquello la hacía débil, inferior… pero ya había dejado aquello muy atrás, y su opinión había cambiado radicalmente. Si alguien era digno de lástima era “La Máscara”. Y si algo le sobraba a ella era tiempo para rectificar, desde luego…
La gente ya estaba en la calle haciendo más ruido que de costumbre. Si algo tenían de maravilloso aquellos días era, sobre todas las cosas, el hecho de no reconocer a nadie por una vez. Llevaba más de veinte años mirando por aquella ventana, cada día, y sabía de memoria cada rincón y, si me apuras, cada rostro… estaban los turistas, naturalmente, que invadían hasta la última baldosa de la plaza, y que parecían querer absorverlo todo con su mirada constantemente perpleja… Eran curiosos, y le hacían gracia, pero realmente no los contaba como parte de la isla, era imposible contagiarse del embrujo de aquella tierra en tan poco tiempo, cuando antes de saborear algo hasta la última gota ya sólo pensaban en la siguiente estampa a devorar…
Aquellos días desfilaban por la calle solamente desconocidos, y cada día eran distintos… Nadie hubiese tenido el pésimo gusto de repetir disfraz en Venecia…
...
Pronto darían las doce. En la plaza no parecía caber ni un alfiler, y no obstante se llenaría mucho más, antes de que llegara el gran momento que nadie quería perderse. Se sentía nerviosa, aunque sabía que esta vez tampoco estaría allí. Hubiera sido inútil preguntárselo. Sabía que la respuesta era una sola, siempre la misma, y prefería no volver a escucharla. La esperanza era un sentimiento complicado cuyo sabor, dulce al principio, se tornaba enormemente amargo al contacto con una negativa, y no quería tener ese sabor en el paladar durante toda la fiesta. Gozaría de ella con el limitado conocimiento que, bien sospechaba, tenía de este verbo…
EL AIRE. Sintió una ligera corriente de aire. Era extraño, se dijo, él no andaría por la casa durante aquellos días, sabía que se encerraría en algún oscuro rincón hasta que todas las risas y la fiesta hubieran acabado. Sin embargo la sentía, ahora un poquito más intensa… Prestando atención a su instinto se apartó poco a poco de la ventana. De repente, con una violencia inimaginable, giraron chirriando las viejas bisagras y el enorme ventanal se abrió. Quedó estupefacta mirando la ventana abierta y sintiendo la brisa del mar en la cara, incapaz de reaccionar. Su instinto, es lo único que acertó a pensar, la había servido bien: el golpe de aquella enorme hoja la habría matado de encontrarla en su camino… pero había consecuencias mucho más importantes que estar viva… mucho más importantes. Era la primera vez en su vida que veía abrirse aquel hueco ante ella, que en su mente tenía una consistencia tan sólida como el muro que lo rodeaba. Acercó lentamente la mano al espacio abierto, midiéndolo mentalmente, atravesando con los dedos el halo de luz que se colaba coloreando las partículas de polvo. Notó en ese momento que estaba temblando, y de repente se sintió muy aturdida; retrocedió asustada, hasta comprender que aquello que invadía su cabeza era sólo el ruido de la gente… el verdadero ruido de la gente, no aquella versión mitigada que llegaba a través del grueso cristal, y que era la única que conocía hasta entonces.
Tragó saliva e inspiró profundamente antes de volver a avanzar. Cuando no había alcanzado a dar un paso, algo entró suave pero decididamente por el espacio recién abierto. Revoloteó en un delicado vaivén y al final fue a posarse sin sonido alguno sobre el suelo. Lo miró sin poder creer lo que veía. Parecía que el cielo había tomado forma y aparecido ante ella, concentrando sus más hermosos colores y sus más sutiles criaturas. Sin aparentar consistencia alguna, pero tejida perfectamente como una tela de araña, se revelaba una increíble porción de firmamento con todos los tonos de azul, desde el pálido y grisáceo, hasta el espléndido y radiante, con pinceladas del eléctrico y tormentoso. Rematando sus bordes aparecían volátiles mariposas, de diferentes tamaños, que parecían posarse sobre las flores de almendro que colgaban de los lados de la pieza. Volutas blancas de viento se enredaban soplando sobre ella. Una pequeña y graciosa pluma, de aspecto muy suave, sobresalía en la parte de arriba, adornada de diminutos diamantes que brillaban como estrellas. Se agachó para tomarla en sus manos y tuvo conciencia de que aún estaba conteniendo la respiración… Aunque jamás hubiera visto algo tan sorprendente y deslumbrante como aquello, sabía perfectamente lo que era, y lo que se esperaba que hiciese con algo así. Casi temiendo que su aliento pudiera deshacer aquel frágil entramado, la acarició admirada y colocó la máscara sobre su rostro. Su mente pareció plegarse primero hasta un punto muy pequeño, y desplegarse después hasta el infinito. Abrió los ojos tras ella y pareció que acabase de descubrir el color, que hasta entonces no hubiese escuchado los latidos de su corazón. La brisa entró en una fuerte ráfaga que pareció envolverla y, sin pensarlo siquiera, se acercó a la ventana y, sin más, saltó.
Enseguida sintió una increíble sensación de velocidad, pero no desplazándose hacia abajo en caída, como cabría esperar, sino hacia arriba. Abrió los ojos y vio a través de la máscara una inmensa muchedumbre que, tras un minuto de sorpresa, estalló en salvajes vítores de un regocijo que parecían no poder contener. No pudo ver hacía donde miraban, porque sus rostros estaban cubiertos también de máscaras, pero lo averiguó nada más mirar a su propio alrededor, y ver sin creerlo qué la desplazaba de una forma vertiginosa sobre el cielo de San Marco. Su caída al vacío la había salvado el impresionante carruaje sobre el que en este momento de hallaba sentada, con asientos de seda resplandeciente rematada por un elaborado encaje, cuyo color relucía como el sol. Por fuera la carroza, teñida por la luz del mediodía, se hallaba enganchada a dos magníficos caballos alados completamente blancos. Miles de personas la miraban mientras los caballos, con un fantástico giro, detuvieron el carruaje entre dos de las columnas del Campanile, a cien metros de altura sobre sus cabezas. Descendió dándose cuenta por vez primera del atuendo que ahora llevaba, un vaporoso vestido blanco hecho de miles de finísimas capas que parecían flotar en movimiento. Máscaras blancas la miraban con arrebato esperando el gran momento. La ciudad parecía un manto extendido a sus pies, pero esta vez sus pies podrían pisarlo. La cuerda estaba en el suelo, justo a su lado, también de un blanco radiante. La cogió con firmeza del extremo y, al escapar sus pies de la torre, se abrieron sobre su espalda dos bellísimas alas. Batieron el aire de la ciudad que se llenaba de confeti mezclado con pétalos de flores y, en medio de una algarabía infernal, se posó suave y gracilmente sobre el balcón del palacio. El Doge, al que sólo había visto de lejos al montar en su carroza, sonrió anonadado bajo su máscara al entregarle las monedas de oro. Aquel hombre culto y poderoso, que había visitado el mundo entero y dominaba la ciudad más hermosa que había en él, se arrodillo sin pensarlo ante el más prodigioso ángel que hubiera volado alguna vez desde el campanario.
EL FUEGO. Sin saber cómo la noche estaba cayendo sobre la laguna, en el estrecho abrazo que cada día teñía de oro las cúpulas de las torres y dotaba de vida los ojos de las estatuas. El espectáculo había cambiado de sitio, y ella había seguido por una estrecha calle para poder alejarse de la multitud y reflexionar sobre lo que estaba sucediendo. El pasacalles iba a llegar de un momento a otro. Sabía que era uno de los momentos más especiales del día, en el cual las fantasías cobraban vida para destruirse a la misma velocidad. Hasta ahora había tenido el raro privilegio de analizarlo desde su solitario balcón, sin embargo deseaba ser como el resto de bellos enmascarados… perderse en el calor y la locura que despertaba aquel fuego que surgía por las calles, sin pensar, siguiendo sólo el ímpetu y los deseos tan poderosos que despertaba aquella luz. Hablando de enmascarados… su máscara estaba desapareciendo… apenas quedaban ya algunos retazos con la consistencia de una nube sobre su cara, que se iban deshilachando rápidamente llevándose la brisa los últimos adornos. En medio de aquel paraje se sentía desnuda con el rostro al descubierto. No sabía qué iba a hacer. Sintió el rumor de la música que se acercaba y se ocultó tras un muro para contemplarla sin ser vista. El pasacalles avanzaba como una única figura que se contoneara sensual y provocativa al ritmo de los tambores. Los esbeltos malabaristas adelantaban ya parte de su grandioso espectáculo de fuego, que siempre lograba hipnotizarla delante de su ventana. Las estrellas de fuego volaban de sus varas, subiendo a gran altura y aterrizando de nuevo sobre ellas sin aparente esfuerzo; aún así, adivinaba que era dificilísimo ejecutar todo aquello sin un solo fallo, en medio de su frenética danza. El fuego cambiaba de color en el aire, según la fuerza con que impulsaran los bastones para lanzarlo, ahora rojo, ahora amarillo, ahora azul como el averno. Los ojos negros de los bailarines reflejaban los colores de las llamas dándoles un aspecto de criaturas fantásticas. Los colores de las capas venecianas habían cambiado; al blanco de la mañana le había sustituido el rojo carmesí y el negro de las máscaras, terminadas en tres puntas. A sus botas ataban unos extraños cascabeles que, al compás del fuego, emitían un exótico sonido. Sus capas en movimiento formaban una extraña coreografía que daba sensación de una batalla entre cuerpos, pero una batalla diferente, consentida, peligrosa en otro sentido… en un sentido que amenazaba con hacer saltar el control sobre cosas que aún no comprendía, pero que poco a poco se manifestaban como ráfagas de imágenes en su cabeza. Sin darse cuenta empezó a caminar al final del gentío, atraída por la fuerza irresistible de aquel fuego, de aquellas sombras, de aquel calor que se instalaba en partes insospechadas de su ser dejándole después un leve sudor frío, que parecía esperar que alguien lo secara, no sabía muy bien cómo. Siguiendo el rastro del pasacalle se detuvo un momento, atraída por algo que relucía sobre el suelo. Toda la gente, antes de ella, había pasado de largo sin verlo, parecía mentira... Se acercó a aquella figura y descubrió que desprendía un brillo incandescente que poco a poco se iba apagando, aunque no llegó a desaparecer. En medio del resplandor apareció una magnífica máscara de tonos anaranjados, que se oscurecían hasta llegar al rojo de la sangre. Era sencillamente impresionante, y la sensación de poder que emergía de ella indescriptible. La parte que cubría los ojos y la frente era de un dorado brillante como no podía imaginarse, hacia las sienes se volvía anaranjado como los rayos de sol de un atardecer, adoptando también su forma, y en la parte superior, una maravillosa corona en forma de llamas relucía en un rojo ardiente que casi temía tocar. Pero acercó su mano, por supuesto. Desprendía un calor que de inmediato se trasladó a todas sus terminaciones nerviosas, aumentando el ritmo de sus latidos prodigiosamente. Y sin pensar siquiera en lo que hacía, la colocó en su cara. Poco después, en medio de seres que buscaban y emanaban poder, esa clase de poder especial que no sospechaba hasta ahora, que buscaban intercambiarlo de una forma que sólo empezaba a imaginar, y que deseaba y la aterraba a partes iguales, llegó al lugar del gran espectáculo. Sin apenas darse cuenta un bailarín de ojos negros y penetrantes la cogió de la mano y la atrajo al interior de un círculo de fuego. Vestidos unos de blanco y otros completamente de negro, representaban una batalla en la que el fuego impregnaba las espadas con que combatían, y se manifestaba en forma de látigos que arrojaban y danzaban a un ritmo endiablado en la oscuridad. Alrededor de ella formaban figuras imposibles que destellaban cambiando a cada instante. El fuego se ceñía a su cuerpo, asfixiándola casi en su abrazo, microscópicas partículas de él parecían penetrar por los poros de toda su piel mezclándose con el torrente de su aire, y de su sangre, dejándole una sensación de éxtasis indescriptible aún cuando la abandonaban. Tras lo que pareció una eternidad sintiendo aquella sensación, el espectáculo terminó en medio de una salva de aplausos. Después de unos instantes las capas rojas se dispersaron, ansiosas de más emociones, y ella se quedó quieta entre las antorchas que quedaban encendidas, sintiendo que las piernas le temblaban demasiado para moverse.
EL AGUA. La aguja de San Marco se preparaba para caer sobre las doce en punto, la hora mágica. Se hallaba sentada cerca del muelle, descansando de las emociones y, aunque la noche era fría, la notaba templada por los rescoldos del intenso calor de hacía unas horas, que sospechaba nunca desaparecería ya del todo. Sonrió pensando en las sensaciones tan sorprendentes y extrañas que había traído consigo aquella máscara, que cayó de su cara suavemente después para consumirse entre los rescoldos de su energía. Al poco empezaron a aparecer túnicas y máscaras azuladas, cubiertas por mantos de plata. Resaltaban brillantes a la luz de la luna que empezaba a asomar tras la silueta de los palacios. Su majestuosidad era aún más notoria en medio del perfecto silencio que acompañaba su desfile. La Vogata del Silenzio, le decían al mágico suceso que ocurriría en unos instantes. Desde una parte solitaria del muelle se hubiera contentado con ver pasar el inolvidable desfile… pero el destino tenía planes muy distintos para ella. Éstos llegaron en la forma de una góndola que se acercaba silenciosa a la orilla, deslizándose sobre el negro espejo de la laguna. Se acercó a ella y comprobó que estaba desierta. Subió a bordo. El agua reflejaba las antorchas prendidas en la isla, con su luz susurrante. En medio de los reflejos, justo a su alcance, una forma flotaba más brillante que las demás. Estiró su mano hacia el agua y acarició una superficie suave y pulida como una concha marina. Elevándola cuidadosamente la observó a la luz del quinqué que iluminaba la góndola. Era una maravillosa máscara que tenía el color del coral; sus lados se curvaban hacia arriba como una ola in crescendo, y sus bordes se adornaban de perlas negras. Era el objeto más bello y delicado que hubiera visto nunca. Se amoldó a su rostro con una facilidad deliciosa, y transformó su vestido a la vista en un brillante verde mar, que se movía al viento como las olas de un mar en calma. La góndola se alejó sin esfuerzo a las órdenes de su invisible remero, comandando el desfile que, acto seguido, apareció tras ella. Se acomodó sobre los cojines de mullido terciopelo, disfrutando del silencio de la noche, de las torres de los palacios que se recortaban en el horizonte, del lujo y la belleza del cortejo que la seguía. En medio del silencio, que sólo rompían las notas de la orquesta a bordo de una suntuosa góndola dorada, remontaron el Gran Canal desde Rialto hasta San Marcos, dejando a su paso una estela de encanto que parecía contagiar las fachadas de las villas más modestas, y engrandecer los altivos palacios de los ricos comerciantes, que dejaban escapar el brillo de sus selectas fiestas. El agua era el único sentido de aquella, su ciudad. No conocía ciudad alguna salvo aquella y, así y con todo, estaba segura de que era la más bella del mundo. No había duda de que los dioses la habían bendecido, pues de no ser así resultaba del todo inexplicable que algo tan frágil, prácticamente construido sobre la nada, perdurase durante siglos y siglos en un mundo que destruía ciudades cada día, como si éstas fueran de papel. Los farolillos encendidos comenzaron a ascender en el cielo, dando alas a sus sueños de eternidad para Venecia.
LA TIERRA. Al atracar en San Marcos la mano de un elegante enmascarado la ayudó a descender de la embarcación, besó cortésmente su mano y después de alejó entre los demás, en dirección a su baile supuso. La brisa de la noche había arrancado la máscara de su rostro con suavidad, fundiéndola con el agua de la laguna. Poco después, la bruma comenzó a envolver las calles. Supo que habría de regresar a casa pues, terminada aquella fantasía, no tendría donde ir… Sin embargo había algo que no podría dejar de hacer antes, pues había ocupado sus sueños durante años en su cautiverio. Lo imaginaba como el paraíso en la tierra, o quizá como el único paraíso posible… El Palazzo Pisani Moretta. A pesar de lo increíble de aquella noche, no albergaba la más mínima esperanza de poder entrar allí… o quizá sí… quizá fue esa mínima esperanza la que la empujó en aquella dirección. Se decía que era el palacio más hermoso de toda Venecia en un día cualquiera, y en una noche como aquella su exquisita suntuosidad no tendría límites. Se decía también que cada año, en el Baile del Doge, se recreaba en él un mundo a medida de los sueños más imposibles, más atrevidos, y todo cuanto pudiera imaginarse tenía cabida entre los altísimos ventanales de aquel lugar, anclado al agua como si tamaña belleza fuese algo efímero que pudiera deslizarse mar adentro cualquier día, y desaparecer dejando sólo su recuerdo. El embarcadero empezaba a cubrirse con la niebla mientras llegaba. Un olor a jazmín inundó el aire cuando se acercó para desembarcar, y alargó la mano para impregnarla de aquel aroma. Al retirarla una fina seda verde, como la hoja de un sauce, estaba en su mano. La última máscara. Lo sabía. Apenas pudo respirar cuando la contempló. Colores exóticos de flores inimaginables bordaban el verde brillante destellando en la oscuridad. Finos hilos de oro semejaban los tallos, y pequeñas piedras preciosas los pétalos. Sin que pudiera ser de otro modo, la acercó con serenidad a su rostro, y al tiempo que la máscara su vestido azabache y verde se ciñó a su cuerpo como una segunda piel. Las máscaras de bienvenida fijaron su mirada en ella un segundo más de lo cortés, pues era la invitada más hermosa y distinguida que había llegado a la fiesta. Cuando el Doge apareció para tomarla de su mano supo que nunca saldría de ese mundo de ensueño. Que nunca volvería a casa. Que ella no era de carne y hueso, salvo ese día. Que ella era solamente una idea. Pero jamás volvería a ser la idea de un hombre cobarde que la tuviera prisionera de su mente, atada por sus propios temores, que la impidiera tomar forma, que la impidiera vivir.
Ya tengo mi propia máscara, no necesito la tuya.
Hasta nunca, captor.
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