l'anima scappa via per gli occhi..
la maschera è diventata pelle, però ci vuole di più per non lasciare traccie, nessun buco per non essere al fuori..
in bocca, le parole sfuggono, si spandono come echi, senza pretese..
l'aria si carica di quello invisibile..
e te mi respiri senza saperne niente..
iO
.
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Fijó en el león
alado su mirada sombría. Era en verdad extraordinario, imponente sobre su
columna, pero no le resultaba simpático. Allí estaba, guardando la ciudad desde
hacía siglos… y por eso precisamente no le gustaba, le recordaba a su captor.
Su rostro pétreo, vigilante, se limitaba a ver pasar el tiempo sin mostrar
signo de emoción alguna, mientras ella cada vez era un hervidero mayor de
ellas. Esto era lo que más la humilló durante mucho tiempo. Había mostrado ante
él todo el repertorio de lo que se creía capaz de sentir… ira, impotencia, desprecio,
conciliación, rencor, melancolía… y él seguía entre tanto con aquella máscara
maldita que no cambiaba jamás. Había llegado a odiarse a si misma, pensando que
se rebajaba ante él mostrando aquellas emociones, que aquello la hacía débil,
inferior… pero ya había dejado aquello muy atrás, y su opinión había cambiado
radicalmente. Si alguien era digno de lástima era “La Máscara”. Y si algo le
sobraba a ella era tiempo para rectificar, desde luego…
La gente ya estaba
en la calle haciendo más ruido que de costumbre. Si algo tenían de maravilloso
aquellos días era, sobre todas las cosas, el hecho de no reconocer a nadie por
una vez. Llevaba más de veinte años mirando por aquella ventana, cada día, y
sabía de memoria cada rincón y, si me apuras, cada rostro… estaban los turistas,
naturalmente, que invadían hasta la última baldosa de la plaza, y que parecían
querer absorverlo todo con su mirada constantemente perpleja… Eran curiosos, y
le hacían gracia, pero realmente no los contaba como parte de la isla, era
imposible contagiarse del embrujo de aquella tierra en tan poco tiempo, cuando
antes de saborear algo hasta la última gota ya sólo pensaban en la siguiente
estampa a devorar…
Aquellos días
desfilaban por la calle solamente desconocidos, y cada día eran distintos…
Nadie hubiese tenido el pésimo gusto de repetir disfraz en Venecia…
...
Pronto darían las
doce. En la plaza no parecía caber ni un alfiler, y no obstante se llenaría
mucho más, antes de que llegara el gran momento que nadie quería perderse. Se
sentía nerviosa, aunque sabía que esta vez tampoco estaría allí. Hubiera sido
inútil preguntárselo. Sabía que la respuesta era una sola, siempre la misma, y
prefería no volver a escucharla. La esperanza era un sentimiento complicado cuyo
sabor, dulce al principio, se tornaba enormemente amargo al contacto con una
negativa, y no quería tener ese sabor en el paladar durante toda la fiesta. Gozaría
de ella con el limitado conocimiento que, bien sospechaba, tenía de este verbo…
EL AIRE. Sintió una ligera corriente de aire. Era
extraño, se dijo, él no andaría por la casa durante aquellos días, sabía que se
encerraría en algún oscuro rincón hasta que todas las risas y la fiesta
hubieran acabado. Sin embargo la sentía, ahora un poquito más intensa…
Prestando atención a su instinto se apartó poco a poco de la ventana. De
repente, con una violencia inimaginable, giraron chirriando las viejas bisagras
y el enorme ventanal se abrió. Quedó estupefacta mirando la ventana abierta y
sintiendo la brisa del mar en la cara, incapaz de reaccionar. Su instinto, es
lo único que acertó a pensar, la había servido bien: el golpe de aquella enorme
hoja la habría matado de encontrarla en su camino… pero había consecuencias
mucho más importantes que estar viva… mucho más importantes. Era la primera vez
en su vida que veía abrirse aquel hueco ante ella, que en su mente tenía una
consistencia tan sólida como el muro que lo rodeaba. Acercó lentamente la mano
al espacio abierto, midiéndolo mentalmente, atravesando con los dedos el halo
de luz que se colaba coloreando las partículas de polvo. Notó en ese momento
que estaba temblando, y de repente se sintió muy aturdida; retrocedió asustada,
hasta comprender que aquello que invadía su cabeza era sólo el ruido de la
gente… el verdadero ruido de la gente, no aquella versión mitigada que llegaba
a través del grueso cristal, y que era la única que conocía hasta entonces.
Tragó saliva e
inspiró profundamente antes de volver a avanzar. Cuando no había alcanzado a
dar un paso, algo entró suave pero decididamente por el espacio recién abierto.
Revoloteó en un delicado vaivén y al final fue a posarse sin sonido alguno
sobre el suelo. Lo miró sin poder creer lo que veía. Parecía que el cielo había
tomado forma y aparecido ante ella, concentrando sus más hermosos colores y sus
más sutiles criaturas. Sin aparentar consistencia alguna, pero tejida perfectamente
como una tela de araña, se revelaba una increíble porción de firmamento con
todos los tonos de azul, desde el pálido y grisáceo, hasta el espléndido y
radiante, con pinceladas del eléctrico y tormentoso. Rematando sus bordes
aparecían volátiles mariposas, de diferentes tamaños, que parecían posarse
sobre las flores de almendro que colgaban de los lados de la pieza. Volutas
blancas de viento se enredaban soplando sobre ella. Una pequeña y graciosa
pluma, de aspecto muy suave, sobresalía en la parte de arriba, adornada de
diminutos diamantes que brillaban como estrellas. Se agachó para tomarla en sus
manos y tuvo conciencia de que aún estaba conteniendo la respiración… Aunque
jamás hubiera visto algo tan sorprendente y deslumbrante como aquello, sabía
perfectamente lo que era, y lo que se esperaba que hiciese con algo así. Casi
temiendo que su aliento pudiera deshacer aquel frágil entramado, la acarició
admirada y colocó la máscara sobre su rostro. Su mente pareció plegarse primero
hasta un punto muy pequeño, y desplegarse después hasta el infinito. Abrió los
ojos tras ella y pareció que acabase de descubrir el color, que hasta entonces
no hubiese escuchado los latidos de su corazón. La brisa entró en una fuerte
ráfaga que pareció envolverla y, sin pensarlo siquiera, se acercó a la ventana
y, sin más, saltó.
Enseguida sintió
una increíble sensación de velocidad, pero no desplazándose hacia abajo en
caída, como cabría esperar, sino hacia arriba. Abrió los ojos y vio a través de
la máscara una inmensa muchedumbre que, tras un minuto de sorpresa, estalló en
salvajes vítores de un regocijo que parecían no poder contener. No pudo ver
hacía donde miraban, porque sus rostros estaban cubiertos también de máscaras,
pero lo averiguó nada más mirar a su propio alrededor, y ver sin creerlo qué la
desplazaba de una forma vertiginosa sobre el cielo de San Marco. Su caída al
vacío la había salvado el impresionante carruaje sobre el que en este momento
de hallaba sentada, con asientos de seda resplandeciente rematada por un
elaborado encaje, cuyo color relucía como el sol. Por fuera la carroza, teñida
por la luz del mediodía, se hallaba enganchada a dos magníficos caballos alados
completamente blancos. Miles de personas la miraban mientras los caballos, con
un fantástico giro, detuvieron el carruaje entre dos de las columnas del
Campanile, a cien metros de altura sobre sus cabezas. Descendió dándose cuenta
por vez primera del atuendo que ahora llevaba, un vaporoso vestido blanco hecho
de miles de finísimas capas que parecían flotar en movimiento. Máscaras blancas
la miraban con arrebato esperando el gran momento. La ciudad parecía un manto
extendido a sus pies, pero esta vez sus pies podrían pisarlo. La cuerda estaba
en el suelo, justo a su lado, también de un blanco radiante. La cogió con
firmeza del extremo y, al escapar sus pies de la torre, se abrieron sobre su
espalda dos bellísimas alas. Batieron el aire de la ciudad que se llenaba de
confeti mezclado con pétalos de flores y, en medio de una algarabía infernal,
se posó suave y gracilmente sobre el balcón del palacio. El Doge, al que sólo
había visto de lejos al montar en su carroza, sonrió anonadado bajo su máscara
al entregarle las monedas de oro. Aquel hombre culto y poderoso, que había
visitado el mundo entero y dominaba la ciudad más hermosa que había en él, se
arrodillo sin pensarlo ante el más prodigioso ángel que hubiera volado alguna
vez desde el campanario.
EL FUEGO. Sin saber cómo la noche estaba cayendo sobre
la laguna, en el estrecho abrazo que cada día teñía de oro las cúpulas de las
torres y dotaba de vida los ojos de las estatuas. El espectáculo había cambiado
de sitio, y ella había seguido por una estrecha calle para poder alejarse de la
multitud y reflexionar sobre lo que estaba sucediendo. El pasacalles iba a
llegar de un momento a otro. Sabía que era uno de los momentos más especiales
del día, en el cual las fantasías cobraban vida para destruirse a la misma
velocidad. Hasta ahora había tenido el raro privilegio de analizarlo desde su
solitario balcón, sin embargo deseaba ser como el resto de bellos enmascarados…
perderse en el calor y la locura que despertaba aquel fuego que surgía por las
calles, sin pensar, siguiendo sólo el ímpetu y los deseos tan poderosos que
despertaba aquella luz. Hablando de enmascarados… su máscara estaba
desapareciendo… apenas quedaban ya algunos retazos con la consistencia de una
nube sobre su cara, que se iban deshilachando rápidamente llevándose la brisa
los últimos adornos. En medio de aquel paraje se sentía desnuda con el rostro
al descubierto. No sabía qué iba a hacer. Sintió el rumor de la música que se
acercaba y se ocultó tras un muro para contemplarla sin ser vista. El
pasacalles avanzaba como una única figura que se contoneara sensual y
provocativa al ritmo de los tambores. Los esbeltos malabaristas adelantaban ya
parte de su grandioso espectáculo de fuego, que siempre lograba hipnotizarla
delante de su ventana. Las estrellas de fuego volaban de sus varas, subiendo a
gran altura y aterrizando de nuevo sobre ellas sin aparente esfuerzo; aún así,
adivinaba que era dificilísimo ejecutar todo aquello sin un solo fallo, en
medio de su frenética danza. El fuego cambiaba de color en el aire, según la
fuerza con que impulsaran los bastones para lanzarlo, ahora rojo, ahora
amarillo, ahora azul como el averno. Los ojos negros de los bailarines reflejaban
los colores de las llamas dándoles un aspecto de criaturas fantásticas. Los
colores de las capas venecianas habían cambiado; al blanco de la mañana le
había sustituido el rojo carmesí y el negro de las máscaras, terminadas en tres
puntas. A sus botas ataban unos extraños cascabeles que, al compás del fuego,
emitían un exótico sonido. Sus capas en movimiento formaban una extraña
coreografía que daba sensación de una batalla entre cuerpos, pero una batalla
diferente, consentida, peligrosa en otro sentido… en un sentido que amenazaba
con hacer saltar el control sobre cosas que aún no comprendía, pero que poco a
poco se manifestaban como ráfagas de imágenes en su cabeza. Sin darse cuenta
empezó a caminar al final del gentío, atraída por la fuerza irresistible de
aquel fuego, de aquellas sombras, de aquel calor que se instalaba en partes
insospechadas de su ser dejándole después un leve sudor frío, que parecía
esperar que alguien lo secara, no sabía muy bien cómo. Siguiendo el rastro del
pasacalle se detuvo un momento, atraída por algo que relucía sobre el suelo.
Toda la gente, antes de ella, había pasado de largo sin verlo, parecía
mentira... Se acercó a aquella figura y descubrió que desprendía un brillo
incandescente que poco a poco se iba apagando, aunque no llegó a desaparecer. En
medio del resplandor apareció una magnífica máscara de tonos anaranjados, que
se oscurecían hasta llegar al rojo de la sangre. Era sencillamente
impresionante, y la sensación de poder que emergía de ella indescriptible. La
parte que cubría los ojos y la frente era de un dorado brillante como no podía
imaginarse, hacia las sienes se volvía anaranjado como los rayos de sol de un
atardecer, adoptando también su forma, y en la parte superior, una maravillosa
corona en forma de llamas relucía en un rojo ardiente que casi temía tocar. Pero
acercó su mano, por supuesto. Desprendía un calor que de inmediato se trasladó
a todas sus terminaciones nerviosas, aumentando el ritmo de sus latidos
prodigiosamente. Y sin pensar siquiera en lo que hacía, la colocó en su cara. Poco
después, en medio de seres que buscaban y emanaban poder, esa clase de poder
especial que no sospechaba hasta ahora, que buscaban intercambiarlo de una
forma que sólo empezaba a imaginar, y que deseaba y la aterraba a partes
iguales, llegó al lugar del gran espectáculo. Sin apenas darse cuenta un
bailarín de ojos negros y penetrantes la cogió de la mano y la atrajo al
interior de un círculo de fuego. Vestidos unos de blanco y otros completamente
de negro, representaban una batalla en la que el fuego impregnaba las espadas
con que combatían, y se manifestaba en forma de látigos que arrojaban y
danzaban a un ritmo endiablado en la oscuridad. Alrededor de ella formaban
figuras imposibles que destellaban cambiando a cada instante. El fuego se ceñía
a su cuerpo, asfixiándola casi en su abrazo, microscópicas partículas de él
parecían penetrar por los poros de toda su piel mezclándose con el torrente de
su aire, y de su sangre, dejándole una sensación de éxtasis indescriptible aún
cuando la abandonaban. Tras lo que pareció una eternidad sintiendo aquella
sensación, el espectáculo terminó en medio de una salva de aplausos. Después de
unos instantes las capas rojas se dispersaron, ansiosas de más emociones, y
ella se quedó quieta entre las antorchas que quedaban encendidas, sintiendo que
las piernas le temblaban demasiado para moverse.
EL AGUA. La aguja de San Marco se preparaba para caer
sobre las doce en punto, la hora mágica. Se hallaba sentada cerca del muelle,
descansando de las emociones y, aunque la noche era fría, la notaba templada
por los rescoldos del intenso calor de hacía unas horas, que sospechaba nunca
desaparecería ya del todo. Sonrió pensando en las sensaciones tan sorprendentes
y extrañas que había traído consigo aquella máscara, que cayó de su cara
suavemente después para consumirse entre los rescoldos de su energía. Al poco
empezaron a aparecer túnicas y máscaras azuladas, cubiertas por mantos de
plata. Resaltaban brillantes a la luz de la luna que empezaba a asomar tras la
silueta de los palacios. Su majestuosidad era aún más notoria en medio del
perfecto silencio que acompañaba su desfile. La Vogata del Silenzio, le decían
al mágico suceso que ocurriría en unos instantes. Desde una parte solitaria del
muelle se hubiera contentado con ver pasar el inolvidable desfile… pero el
destino tenía planes muy distintos para ella. Éstos llegaron en la forma de una
góndola que se acercaba silenciosa a la orilla, deslizándose sobre el negro
espejo de la laguna. Se acercó a ella y comprobó que estaba desierta. Subió a bordo.
El agua reflejaba las antorchas prendidas en la isla, con su luz susurrante. En
medio de los reflejos, justo a su alcance, una forma flotaba más brillante que
las demás. Estiró su mano hacia el agua
y acarició una superficie suave y pulida como una concha marina. Elevándola
cuidadosamente la observó a la luz del quinqué que iluminaba la góndola. Era
una maravillosa máscara que tenía el color del coral; sus lados se curvaban
hacia arriba como una ola in crescendo, y sus bordes se adornaban de perlas negras.
Era el objeto más bello y delicado que hubiera visto nunca. Se amoldó a su
rostro con una facilidad deliciosa, y transformó su vestido a la vista en un
brillante verde mar, que se movía al viento como las olas de un mar en calma.
La góndola se alejó sin esfuerzo a las órdenes de su invisible remero,
comandando el desfile que, acto seguido, apareció tras ella. Se acomodó sobre
los cojines de mullido terciopelo, disfrutando del silencio de la noche, de las
torres de los palacios que se recortaban en el horizonte, del lujo y la belleza
del cortejo que la seguía. En medio del silencio, que sólo rompían las notas de
la orquesta a bordo de una suntuosa góndola dorada, remontaron el Gran Canal
desde Rialto hasta San Marcos, dejando a su paso una estela de encanto que
parecía contagiar las fachadas de las villas más modestas, y engrandecer los
altivos palacios de los ricos comerciantes, que dejaban escapar el brillo de
sus selectas fiestas. El agua era el único sentido de aquella, su ciudad. No
conocía ciudad alguna salvo aquella y, así y con todo, estaba segura de que era
la más bella del mundo. No había duda de que los dioses la habían bendecido,
pues de no ser así resultaba del todo inexplicable que algo tan frágil,
prácticamente construido sobre la nada, perdurase durante siglos y siglos en un
mundo que destruía ciudades cada día, como si éstas fueran de papel. Los
farolillos encendidos comenzaron a ascender en el cielo, dando alas a sus
sueños de eternidad para Venecia.
LA TIERRA. Al atracar en San Marcos la mano de un
elegante enmascarado la ayudó a descender de la embarcación, besó cortésmente
su mano y después de alejó entre los demás, en dirección a su baile supuso. La
brisa de la noche había arrancado la máscara de su rostro con suavidad,
fundiéndola con el agua de la laguna. Poco después, la bruma comenzó a envolver
las calles. Supo que habría de regresar a casa pues, terminada aquella
fantasía, no tendría donde ir… Sin embargo había algo que no podría dejar de
hacer antes, pues había ocupado sus sueños durante años en su cautiverio. Lo
imaginaba como el paraíso en la tierra, o quizá como el único paraíso posible…
El Palazzo Pisani Moretta. A pesar de lo increíble de aquella noche, no
albergaba la más mínima esperanza de poder entrar allí… o quizá sí… quizá fue
esa mínima esperanza la que la empujó en aquella dirección. Se decía que era el
palacio más hermoso de toda Venecia en un día cualquiera, y en una noche como
aquella su exquisita suntuosidad no tendría límites. Se decía también que cada
año, en el Baile del Doge, se recreaba en él un mundo a medida de los sueños
más imposibles, más atrevidos, y todo cuanto pudiera imaginarse tenía cabida
entre los altísimos ventanales de aquel lugar, anclado al agua como si tamaña
belleza fuese algo efímero que pudiera deslizarse mar adentro cualquier día, y
desaparecer dejando sólo su recuerdo. El embarcadero empezaba a cubrirse con la
niebla mientras llegaba. Un olor a jazmín inundó el aire cuando se acercó para
desembarcar, y alargó la mano para impregnarla de aquel aroma. Al retirarla una
fina seda verde, como la hoja de un sauce, estaba en su mano. La última
máscara. Lo sabía. Apenas pudo respirar cuando la contempló. Colores exóticos
de flores inimaginables bordaban el verde brillante destellando en la oscuridad.
Finos hilos de oro semejaban los tallos, y pequeñas piedras preciosas los
pétalos. Sin que pudiera ser de otro modo, la acercó con serenidad a su rostro,
y al tiempo que la máscara su vestido azabache y verde se ciñó a su cuerpo como
una segunda piel. Las máscaras de bienvenida fijaron su mirada en ella un
segundo más de lo cortés, pues era la invitada más hermosa y distinguida que
había llegado a la fiesta. Cuando el Doge apareció para tomarla de su mano supo
que nunca saldría de ese mundo de ensueño. Que nunca volvería a casa. Que ella
no era de carne y hueso, salvo ese día. Que ella era solamente una idea. Pero
jamás volvería a ser la idea de un hombre cobarde que la tuviera prisionera de
su mente, atada por sus propios temores, que la impidiera tomar forma, que la
impidiera vivir.
Ya tengo mi propia
máscara, no necesito la tuya.
Hasta nunca,
captor.
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