28 marzo 2011

Olor a tierra mojada

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Los días habían pasado con una lentitud desesperante…” casi no llegué a tiempo para despedirme”, ese era el último recuerdo que tenía. Si convocaba su imagen sólo acudían un intercambio de palabras demasiado rápido y algo trivial, ninguno sabía muy bien qué decir; ni siquiera la visión de su recuerdo era nítida, captaba el movimiento que ya se estaba produciendo en ella, aún antes de que diera media vuelta para irse… una vez que la mente se ha marchado sólo queda una sonrisa distraída para quien te despide, y el deseo de bajar el telón para dar fin a aquella escena. Ella no pudo decir que deseaba quedarse, que lo echaría de menos cada día, que separados no sería lo mismo… no podía responder a todo aquello, y aquellas frases tan sentidas apenas rasgaban el crujiente papel que envolvía la emoción de su viaje, creando una vaga y lejana culpa al no sentir lo mismo que escuchaba. Él apenas llegó a tiempo para despedirse, después de agrias discusiones con sus padres, y al final todas las palabras se le quedaron dentro… o al menos las que hubieran tenido el poder de retenerla, aún sin quedarse. Ella se había ido y no llevaba consigo nada de él, nada lo bastante fuerte para seguirla hasta su destino. Y él lo sabía. Lo había sabido con la primera postal, alegre y despreocupada. El tiempo pasaba allí el doble de rápido, estaba seguro.
Pero lento o rápido, al final los dos relojes se habían puesto de acuerdo, y ella estaba de vuelta. La emoción volvió absurdos todos sus temores de repente. El sol lucía entonces en la calle, y aquella tarde iban a verse de nuevo. ¿Qué más podía importar? Miró su calendario lleno de cruces rojas, como el trofeo de la paciencia. Era absolutamente imposible que semejante abnegación no recibiera su recompensa. Estaba seguro de que, aún tan lejos, ella sabía cada minuto que le había dedicado en su pensamiento, cada sonrisa que se le escapaba cuando imaginaba sus ojos, la seguridad de que nada podría quebrar la unión que construyeron aquellas conversaciones de madrugada que nadie más comprendía… Salió a la calle tan nervioso como animado. El cielo estaba demasiado oscuro para aquella hora de la tarde, pero era normal, se tranquilizó, el verano ya estaba terminando. Un viento demasiado frío se levantó de repente, barriendo contra sus pies las primeras hojas caídas de los árboles. Tras la quietud del largo verano, todo parecía moverse al mismo tiempo. Intentó no dejar paso a la preocupación que le acechaba, como un mal presentimiento.
Al final dobló la esquina. El grupo bullicioso resultaba inconfundible en medio del parque, pero sus ojos veían a una sola persona. En la cara de ella surgían sonrisas y expresiones que no reconocía, que pertenecían a otro viento, y a otra luz. Después de un rato le miró, le sonrió ampliamente con la sonrisa “de los demás”, en lugar de aquella que sólo él conocía. Tras un breve instante, regresó al rostro de su anterior destinatario. Un rayo resquebrajó el cielo partiéndolo en dos, y sintió como uno de ellos quedaba irremediablemente a cada lado. Estalló la tormenta. A medida que se acercaba a ella percibía con más fuerza un olor nuevo y amenazante, el de la tierra mojada. Aquel que sólo surgía con la primera tormenta cuando la tierra, seca tras el eterno verano, absorvía con ansia el agua que caía sobre ella, sin dejar una gota en la superficie, y entregaba a cambio el olor voluptuoso que ya no se repetía con las siguientes lluvias. Aquel era el olor de los nuevos secretos que ya no compartías conmigo. El olor amenazante de algo nuevo, de algo que había cambiado dejándome atrás. El viento húmedo del cambio se estaba llevando algo, algo que pareció que siempre perduraría, que nadie podría cambiar. Pero al igual que el verano, también había terminado ese día. Un viento fuerte y oscuro se coló por su espalda, y las primeras gotas heladas empezaron a caer.
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