Viento capturado.
Abrió la ventana de par en par. Colocó la marmita sobre el
alféizar llena de agua. La luna estaba a punto de asomar, brillante y redonda,
tras las casas blancas recortadas ahora en la penumbra. Los primeros rayos
comenzaron a reflejarse colmados de aroma a flores, y pronto el círculo
perfecto y de otro modo inalcanzable anegó la superficie de agua quebrada en
suaves ondas.
La habitación estaba a oscuras cuando él por fin entró. No
necesitaba encender el candil que descansaba junto a la cama, lo conocía absolutamente
de memoria. Habría trazado sin vacilar los ángulos de su perfil, la curvatura de
su sonrisa. No en vano lo había visto en aquel mismo rincón cientos de veces,
aunque fuese aquella la primera que él en verdad aparecía. Su razón apenas lo
esperaba ya. Desde la lógica más aplastante hasta los arcanos más
supersticiosos, pasando por el poder de los compromisos o la simple ley de la
probabilidad, hubieran echado abajo cualquier esperanza… pero no la suya. La
había inducido a un coma que apaciguaba el dolor, rebajando al mínimo la
frecuencia de su latido; manteniéndola casi invisible, a salvo de cualquier
indiscreto intento de acabar con ella. Contando los pasos que le acercaban a
ella pensó que la vida, por suerte, jamás funcionaba según un cálculo preciso.
Para completar el puzzle de su vida habían saltado por los aires cuantas leyes
existían, salvo la de su propio deseo hacia él; inamovible, perpetua, como si
la hubiese aguardado desde antes de su nacimiento para habitar su interior, como
algo sólido que siguiera existiendo una vez que ella desapareciera.
Cogió la pequeña botella que, desde que él irrumpiera en su
interior sin saberlo, había llenado con tantas palabras, y tantos de sus silencios.
Algunos dolían como una incisión profunda, otros podían atraer a las estrellas bajo
su impulso. Aún después de tantas veces expuesto su contenido, su poder seguía
intacto cada vez que, sin poder resistirlo, lo destapaba. Supo que ahora la
abriría por última vez. Dejaría que se colmara con la belleza de aquella noche,
que había esperado siempre. Por fin su vida se llenaría con el presente, y los
recuerdos serían solamente recuerdos.
Viento liberado.
La tierra cruje entre el vaivén del viento color de oro. El
soldado no sabe hacia donde mirar, dondequiera que dirige sus ojos éstos se
llenan de un polvillo reseco y luminoso que le ciega. Desde hace un rato la
fina arena en suspensión está minando su paciencia, como un elemento más que
añadir a su tensión y su agotamiento. Está esperando, quieto, mirando el
horizonte sin perder detalle porque él dará el grito que lanzará a sus
compañeros a la batalla. Por el momento no siente nada, ninguna sombra se
recorta en el punto lejano donde termina su visión, el viento no trae el rumor
de las bestias azuzadas hasta el límite, el polvo no se levanta desde el suelo…
está en el aire, suspendido dorando a fuego lento el azul del cielo desde hace
ya mucho rato, colándose entre las rendijas de su capa, exaltando su
desesperación. El soldado no ha conocido nunca un viento como ése, que sin
estar en movimiento hace girar aquellos dardos brillantes y punzantes a su
alrededor; desde que abandonó su pueblo, y no ha ido muy lejos desde entonces,
sólo el viento frío y cortante de las montañas se ha revelado de vez en cuando,
ningún otro. El frente lleva inmóvil mucho tiempo, lo que parece una eternidad
de copos de nieve, barro, y líneas deformadas por el asfixiante calor. Sólo son
un puñado de hombres, algunos muy jóvenes y otros muy viejos para ocupar un
lugar en un frente más importante… y sabe que enfrente, cuando aparezca, sólo
verá un reflejo de sí mismo entre harapos de distinto color. Si se fijara quizá
terminaría por ver las mismas caras, los mismos ojos, la misma miseria… pero
por suerte no hay tiempo para ver antes de matar, o de morir si llega el caso.
Todo será como siempre desde que empezó, rápido, sangriento, y sin ninguna
gloria. Sin ningún testigo. ¿Qué pasaría si todos se marcharan a casa, dejando
vacío aquel pedazo yermo de tierra? ¿Cómo podría eso cambiar el curso de una
historia que se había olvidado de ellos?
El calor insoportable le pega la arena al rostro, dejando
leves marcas sangrientas cuando la arrastra al secarse el sudor. Entonces se
acuerda del abanico. Está abandonado, y sin embargo protegido, en el rincón más
oculto del bolsillo de su gruesa guerrera. Resultaba imposible no reconocer el
tacto de ese objeto delicado entre las cosas de la guerra, pesadas como su
mortífera condición. Se había negado a deshacerse de su pequeño tesoro que
conservaba pensando en regalárselo a ella porque, cuando lo miraba, aún creía
que habría un después y una vuelta a casa.
Lo desplegó con cuidado. El calor lo asfixiaba, sin embargo no
podía deshacerse de la pesada guerrera ni de la capa; el soldado en el frente
debía cargar con todas sus pertenencias, pues no había sitio al que regresar
por ellas, ni posibilidad de proveerse de otras nuevas si las perdía. Un poco
de aire le aliviaría, pensó…. Y ahí se desató todo…
Primero fue la sombra, o quizá el ruido, nunca lo supo.
Era el vigía, sabía antes que nadie cuántos enemigos aparecerían,
y desde qué dirección… Sin embargo esta vez no los vio aproximarse.
Aparecieron. Así fue. Aparecieron sin más en medio de sus trincheras gritando
en una lengua desconocida que helaba la sangre. Sus ropas parecían hechas de
polvo dorado, y sus rostros cincelados en piedra de arenisca; sin embargo, a
pesar de su aspecto incorpóreo, descabelladamente antiguo, el choque contra
ellos fue brutal, y sus mandobles se hundían en el pequeño y desprevenido
ejército derramando sangre roja que se mezclaba impúdicamente con las casacas
de hierro de los visitantes, que el tiempo había bruñido como un espejo. Sus
ojos rasgados brillaban con un odio sereno que parecían dirigir a un más allá,
a un enemigo imaginario que se hallara muy, muy lejos en espacio y en tiempo, y
su pobre batallón fuera sólo un leve escollo que, inoportuno, hubiera surgido
en su camino. Tuvo tiempo de ver, antes de ser atravesado y caer sin gloria
alguna, prácticamente muerto, como ondeaba el negro cabello liso y brillante de
los atacantes en medio de una brisa inexistente.
El viento esparció el odio y la sangre con terrorífica
equidad. Zarandeó su razón haciéndola tambalearse hasta que al final cayó con
un ruido pesado, sin fuerzas para volver a levantarse. El mundo se había vuelto
loco entre la presencia de extraños demonios de una era muy antigua, pero
estaba bien así… Nada importaba. Nada podía ser peor que el infierno que había
visto entre los seres de carne y hueso, no le importaba el fuego y el azufre,
ni las vestimentas negras. Se dejó caer sin esperar ningún honor, agradeciendo
que nadie viniera a cerrar sus ojos, porque no se llevaría de esta forma la
oscuridad al otro mundo. Su mente aceptó la presencia de aquellos seres y, en
medio de muertos y de vivos que gritaban entre el terror y la demencia,
desapareció con ellos sin dejar rastro.
En pie, con porte orgulloso y tranquilo en medio de la
oscura bruma de muerte, el general observó la única, delicada presencia que
había sobrevivido a la furia imparable de su ejército. Sus blancos dientes
rechinaron tras el casco, tragando para sí la infinita emoción que le poseyó al
reconocerlo. El abanico. La misma forma que el estandarte que le distinguía en
la batalla. Nunca había visto aquel objeto, pero sí uno de los personajes dibujados
en él que, en doloroso y humillante escorzo, huía bajo la espada de un
arrogante soldado que le perseguía. El odio, que hasta entonces había sido un
sólido objeto con el que golpear, se licuó dentro de sí extendiéndose por sus
venas a una velocidad que no creía posible. Sabía que algún indigno había tergiversado
la realidad en algún momento. Que aquel que aparecía dibujado como brillante
vencedor había sido en realidad quien huyera, cual cobarde alimaña. Sin embargo
las bolsas de oro habían inclinado la balanza de la historia de su lado. Y él,
Shogun, no apartó esta vez su rostro de falso vencido, como lo hacía del
reflejo del río cada día desde que fue maldito. Esta vez se encaró con su imagen
grabada en la seda y, con su modélica eficiencia, destruyó el abanico en su
poderosa mano. Había tardado siglos enteros en desplegarse y mostrar al mundo
su bella mentira grabada en la seda y prisionera en su viento. Por fin podría
descansar.
)(
Don't blame it on... Blame it on the wind
iO
2 comentarios:
Qué gran historia tan delicadamente contada. Muy triste sí, pero me ha gustado.
Tiene que ser angustioso estar en el lado de la espera. Pasar los días y temer que suene el teléfono o llegue el cartero con una carta que no se quiere recibir o tal vez sí, según el contenido, claro.
Y desde el otro lado, de aquél que tiene que ver los horrores de una guerra, de ansiar la vuelta a casa sano y salvo pero con las cargas de lo vivido...
Ninguna de las posiciones es fácil. Yo no sé lo que es, pero esta historia me ha acercado un poquito a esas vidas desgarradas.
Y mira que se repiten las guerras y no se aprenden, esa lección no termina de calar con el paso de los años, con el paso de una generación a otra. Los odios, las venganzas, luchas se heredan, se transmiten, se inculcan aún sabiendo los sinsentidos que acarrea.
Gracias por este relato. Habría que recordarlo hasta la saciedad y tal vez adiestrarnos así para no querer guerrear.
Un abrazo
Gracias por tu visita y tu sensible reflexión, Pixel!
Así es, no hay peor ciego que quien no quiere ver. Muchas veces la estrechez de miras, la intransigencia, ha llevado a enfrentamientos sangrientos y terribles, que se vuelcan en el daño que causas al otro sin ver el que te haces tú. A medida que la civilización avanza es, si cabe, más peligroso, ya que los intereses se manejan desde lugares muy lejanos al sufrimiento y la devastación, por lo que no son un precio a considerar por quienes los provocan.
Ojalá existiera una mayor conciencia individual, es la única manera de enfrentarse a esta situación...pero, a veces, es más fácil y cómodo que otros piensen en el lugar de uno, y ahí vemos el resultado.
La verdad es que, en su momento, me planteé estas historias más centradas en otros detalles, pero es maravilloso el redescubrimiento de ella al hacerla tuya. Es emocionante, constructivo y, en fín, me encanta.
Un abrazo.
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